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EE.UU. contra Venezuela, las raíces históricas del conflicto: Bloqueo naval (III)

“La conquista de la tierra, que en su mayoría significa quitársela a aquellos que tienen una complexión diferente o narices un poco más planas que nosotros, no es algo bonito cuando se mira demasiado en ella”.

Joseph Conrad

“Lleven la carga del hombre blanco/ envíen adelante a los mejores entre ustedes/ para servir, con equipo de combate/ a naciones tumultuosas y salvajes/ Esos recién conquistados y descontentos pueblos/ mitad demonios y mitad niños/…”.

Rudyard Kipling

“Venezolanos, venezolanas, la planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la Patria”.

Cipriano Castro

Caos y lucha de clases

Durante las últimas décadas del siglo XIX, los Estados Unidos atestiguan un conjunto de convulsiones sociales, políticas y económicas que aceleran la transformación caótica de toda su faz continental. Son tiempos donde la Unión americana crece en número de estados, alcanzando, para el año 1896, un total de 45 entidades incorporadas bajo este formato. El progreso técnico en el ámbito agrícola e industrial trae consigo un crecimiento económico y demográfico inédito, donde la máquina de vapor, la electricidad, el acero y una importante red de ferrocarriles modifican sustancialmente el tiempo de trabajo invertido en la producción de mercancías, el modo de vivir en las ciudades, la velocidad del comercio y la forma de hacer negocios con una marcada orientación hacia el monopolio (Zinn, 2011). El frenético desarrollo impulsado por élites capitalistas obsesionadas con el lucro inmediato, tuvo su correlato durante esos años en forma de disturbios y huelgas cada vez más recurrentes como resultado de la sobreexplotación aplicada contra los trabajadores de diversas industrias, que incluyó el tráfico y secuestro de niños inmigrantes utilizados como mano de obra barata y la imposición de jornadas extenuantes pagadas con salarios miserables apenas suficientes para mantener con vida al trabajador (nacional y migrante) y su familia. A mediados de 1880 llega a Nueva York, proviente de Francia, la famosa Estatua de la Libertad, símbolo que hasta el día de hoy juega un papel clave en cómo es percibido Estados Unidos desde fuera. A los pocos años de este evento reseñado por casi cualquier historiador tradicional interesado en el periodo, el periodista danés Jacob Riis publicó un libro de fotografías, How the Other Half Lives: Studies Among the Tenements of New York, que todavía retumba en la memoria de la configuración capitalista del naciente imperio: en su registro, Ribbs muestra con crudeza el trabajo forzado de niños en las fábricas neoyorquinas, las insalubres condiciones de vida de la parte trabajadora de la ciudad y la atronadora pobreza que circundaba entre viviendas improvisadas donde la luz de la antorcha de la Estatua de la Libertad dejaba caer sus sombras. La realidad que expuso Ribbs representaba un microcosmos del universo general de la lucha de clases en Estados Unidos, la cual aumentó en intensidad y virulencia en las tres décadas finales del siglo XIX, expresándose en cada una de las líneas divisorias de raza, color y geografía que poco habían cambiado desde el periodo anterior a la Guerra de Secesión.

Casa de alojamiento para trabajadores en Bayard Street. (Foto: Jacob Riis / My Modern Met)

El agitado ascenso del capitalismo industrial provocaba ciclos anárquicos de repunte y depresión, frente a lo cual las élites trataban de mantener controlada la fuerza de trabajo para así proteger sus utilidades en épocas bajistas, a la espera de nuevas coyunturas de crecimiento. La clave estaba en prolongar el cuadro de desigualdad, y en función de ese objetivo se fueron revirtiendo los derechos ganados por la población negra en la posguerra, al mismo tiempo que se iban suprimiendo, en paralelo, los avances organizativos de los trabajadores urbanos en el reclamo de mejores condiciones laborales en el Norte industrializado. Existe un punto de contacto entre la recesión económica de la década de 1870 con el auge de la violencia racista del Ku Klux Klan en el Sur (Zinn, 2011), los ataques mortales a los trabajadores inmigrantes chinos y la violenta represión contra las sonoras huelgas obreras de Chicago por la jornada de ocho horas en 1886, eventos que dieron forma a la actual conmemoración del 1° de mayo como día internacional del movimiento obrero. Dicho panorama de inestabilidad generalizada y la ansiedad de las élites al percibir cierta pérdida de control sobre las tensiones sociales en ascenso provocaron una fuerte involución en el campo de los derechos civiles. Por arriba, el proceso produjo la reconciliación de la élite industrial con la oligarquía terrateniente, ahora obligadas a cooperar dentro de un mismo bloque de poder para aplacar las convulsiones y de esa forma estabilizar el sistema (Zinn, 2011), mediante el empleo de tácticas de terror y control social (segregación) supuestamente superadas.

Un niño trabajando con hilos . (Foto: Jacob Riis / My Modern Met)

Pero el nuevo pacto no implicó volver atrás en un sentido estratégico. El dominio ideológico y programático de la élite capitalista en la conducción política del vasto territorio continental es incuestionable, por más que requiriese, en medio de las presiones derivadas de la lucha de clases, contar con la lealtad de los terratenientes sureños, que veían una oportunidad, quizás la última, para tomar venganza contra la población negra tras haber perdido la guerra en el bando confederado. Aunque el pacto estuviese entretejido por diversas capas ideológicas y una que otra cicatriz histórica, la recesión económica forzaba la cooperación entre clases dominantes: los industriales aprovechaban la violencia típica de la oligarquía sureña para contener los reclamos de los trabajadores agrarios, y estos, a su vez, pedían como contraprestación subvenciones, créditos y otras facilidades de naturaleza financiera y fiscal que le permitiesen remontar la crisis.

Sin esta ofensiva de la clase dominante aplicada desde arriba, y sin el apoyo de leyes favorables al monopolio y al proteccionismo, es imposible comprender el meteórico ascenso de la élite capitalista. Y es que, pese a las continuas recaídas de la economía, nunca vio realmente en peligro su capacidad de acumulación de beneficios. En la última década del siglo XIX, la Standard Oil de John D. Rockefeller controlaba casi a totalidad la capacidad de refinación petrolera de Estados Unidos, mientras que, en paralelo, las explotaciones de crudo crecían en alcance abarcando Kansas, Luisiana, Oklahoma y Texas. El magnate industrial Andrew Carnegie contaba entre sus dominios con la fábrica de acero más grande del mundo, ubicada en Pittsburgh, lo que convirtió al país en el principal productor siderúrgico del mundo a comienzos del nuevo siglo. Por otro lado, el ampliamente conocido Henry Ford, inicia la fabricación de los primeros vehículos con motor de gasolina, inaugurando, pocos años después, la era del automóvil que aún persiste hasta nuestros días. Los adelantos técnicos en la maquinaria agrícola, promovidos por el empresario Cyrus McCormick, van transformando a Estados Unidos en una potencia agroalimentaria de primer orden a nivel internacional. Por aquellos años también se cierra formalmente el periodo de agresión sistémica contra los nativos indígenas, sometidos durante décadas al rapto de sus tierras y la destrucción de su modo de vida cultural mediante tácticas de asimilación forzada. A finales de 1890 ocurre la masacre de Wounded Knee en una reserva de indígenas lakota (subgrupo de la étnica Sioux, ubicada en Dakota del Sur), donde más de 200 nativos, entre hombres, mujeres y niños desarmados fueron asesinados por el ejército estadounidense. La masacre formó parte de un movimiento mucho más amplio dirigido a finiquitar el control de franjas de territorios que todavía formaban parte de las reservas indígenas, y en las cuales yacían importantes recursos minerales y extensas llanuras donde la ganadería podía florecer. Entre 1893 y 1899 se autorizaron carreras de decenas de miles colonos en Oklahoma (conocidas como Land Run), quienes, montados a caballo, usando carretas o simplemente a pie, esperaban un pistoletazo de salida para correr hacia el horizonte y apoderarse de parcelas de tierra que con un plumazo del Gobierno habían pasado de territorios indios a espacios baldíos.

Land Run. (Foto: Archivo)

Esta carrera o fiebre por la tierra formalizó el dominio total del territorio estadounidense, representando la masacre de Wounded Knee el punto de quiebre más importante, ya que representó la reversión estratégica de los compromisos asumidos por el Gobierno para la protección de los territorios de los nativos luego de la Guerra de Secesión. Visto desde el contexto general de la recesión que azotaba al país, la apertura de los territorios indígenas a los colonos representaba una forma de mitigar las tensiones sociales que se hacían indigeribles, bajo la promesa de que la conquista de nuevos horizontes permitiría huir de una difícil coyuntura y alcanzar la prosperidad en el futuro inmediato. A su vez, esta oferta de una expansión territorial cargada de sentido “aventurero” permitía cerrar filas en torno a la idea de resolver la crisis interna exportando sus contradicciones. Sin lugar a dudas, aliviar el cuadro de tensiones tenía una expresión material al viabilizar el acaparamiento de tierras “baldías” y la oportunidad de emprender una actividad productiva, pero no concluía allí: la dimensión ideológica y espiritual, cuyo eje recaía en la creencia de que Estados Unidos es una nación singular y orientada a expandirse, reforzó el planteamiento de empujar hacia afuera las fronteras del imperio como un medio eficaz para resolver casi cualquier problema en el orden político, social y económico. Un medio de intercambio para no resolver los problemas de fondo.

Las letras del imperio

El poeta estadounidense Walt Whitman y el novelista Herman Melville son quienes otorgarían una justificación metafísica a este periodo repleto de sufrimiento y desacoplamiento social, por un lado, y de progreso material vertiginoso, frenético y expansivo, por otro. En el caso de Whitman, su producción literaria ocurre en el marco de una intensa polémica con el positivismo europeo que, imbricado con la era victoriana que dominó la mentalidad del Imperio británico, cruzaría casi a totalidad el siglo XIX. Desde la mirada literaria de los británicos, los Estados Unidos eran una sociedad tosca, carente de modales, dirigida por una élite poco refinada y con una población corporal y culturalmente desagradable, en definitiva, una nación que se presentaba como inferior frente al desarrollo político, cultural e institucional europeo y, sobre todo, británico. En el núcleo de esta línea de expresión literaria se encuentran Charles Dickens, Frances Trollope y Harriet Martineau, aunque también participó, desde las ciencias sociales, el francés Augusto Comte, pilar del positivismo (Gerbi, 1982). Cada uno, desde su propio estilo y forma de narrar, describieron para el público británico una imagen negativa de los Estados Unidos, centrada en los hábitos irritantes de amplias capas de la población, los paisajes desconcertantes y el caos social que transitaba en paralelo a la expansión al oeste.

Walt Whitman. (Foto: Archivo)

La importancia de la obra de Whitman radica en la reafirmación de lo estadounidense frente a las críticas británicas y europeas, visión que acompañó con la reivindicación ideológica del proceso de configuración capitalista de la nación norteamericana, cuya cultura material se mostraba como un aspecto fundamental:

Las máquinas, en particular, conmueven a Whitman: no precisamente, como ocurría una generación antes, las locomotoras, sino más bien las máquinas agrícolas. Inventados en los Estados Unidos, estos “crawling monsters” se multiplicaron inmediatamente y han demostrado ser mucho más eficaces que sus rivales europeos (1850-1860): baten el heno, despepitan el algodón, trillan los cereales, apilan el arroz, y, ahorrándole trabajo al hombre, le permiten conquistar las inmensas praderas. Sobre esas máquinas se diría que está modelada la poesía de Whitman, que se lanza de la misma manera que ellas a la conquista de un mundo (Gerbi, 1982, pp. 688-689).

Whitman, frente a la fuerte crítica británica, y no exento de contradicciones y juicios a veces asimétricos con respecto a la evolución social del país en momentos de auge y recesión, admiraba y exaltaba el progreso técnico de los Estados Unidos, su estructura de gobierno y su vida social repleta de contrastes:

El bardo no se cansa de proclamar la grandeza de los Estados Unidos, de su naturaleza y su sociedad, de sus campos, pero también y sobre todo de sus hormigueantes metrópolis; y en tiradas que lanza a voz en cuello, engrandece su Democracia, sus artes y artesanías, el valor de sus combatientes en la guerra de Secesión, sus leyes sobre patentes, sus larguísimos trenes de mercancías y su bien nutrida variedad de productos agrícolas, zootécnicos y minerales (Gerbi, 1982, p. 675).

La construcción de esta imagen que exalta los atributos singulares del país, requería marcar una línea divisoria a nivel histórico frente a Europa. Se hacía necesario acotar los puntos de diferencia y ruptura a los fines de exponer cómo EE.UU. representaba una apuesta de futuro. La ruta cada vez más definida hacia el imperio estadounidense encuentra en Whitman una fuente indispensable de autoestima y autoreafirmación de sus valores dentro de la historia de Occidente:

¿Qué es, pues, Europa para Whitman? Es, en primer lugar, el pasado; y hasta aquí, muy bien, pues hemos visto que para el pasado tiene Whitman cierto respeto filial. Pero, más precisamente, Europa es la anti-democracia: Europa significa casta, corte, feudo, cubil de rijosos monarcas y nido de amores y de afectos de ninguna manera “adhesivos”. […] Europa es un viejo matadero dinástico, el teatro de los conciliábulos y los regicidios, que hiede todavía a guerras y a patíbulos, es un montón de ruinas feudales… (Gerbi, 1982, p. 687).

La temática sobre la cual giran las opiniones de Walt Whitman configura el alma del proyecto imperial estadounidense, el cual está enmarcado en una vinculación directa entre el republicanismo y la vertiente protestante de la cristiandad, y también en una forma particular de encubrir y resemantizar la lógica de expansión de sus fronteras.

Una parte esencial de la identidad nacional norteamericana se basa en la diferencia, en la tendencia a definir los Estados Unidos como una forma distinta e incluso separada de todo lo extranjero, tanto de Europa como de aquellas partes del mundo que los norteamericanos, con toda naturalidad, llaman “incivilizadas” o “salvajes”. El republicanismo estadounidense y el cristianismo protestante eran a su entender las claves de su carácter distintivo, como también lo era su repudio hacia las ambiciones imperiales. Uno podría argumentar -y yo lo hago— que aquello no era sino una triquiñuela semántica. Los norteamericanos disimulaban la realidad de su imperio describiéndolo como movimiento hacia el oeste” o “la expansión hacia el oeste” de su propio país (Bender, 2015, p. 194).

En 1851 el escritor estadounidense Herman Melville publica la famosa novela Moby-Dick. La historia, harto conocida, no fue producto de la imaginación de Melville sino más bien el correlato de una actividad comercial en la que Estados Unidos participaba de lleno para la época en la que fue escrita: la caza de ballenas en ultramar, una industria altamente lucrativa y disputada por el uso de los cetáceos como materia prima combustible. Como sabemos, el capitán Ahab, a cargo del barco ballenero Pequod, y su tripulación, se ven inmersos en una obsesiva persecución de una monstruosa ballena que constituye el objeto crítico de la historia y de todas sus diversas peripecias.

Moby-Dick en pintura. (Foto: Shruthi Ranjith / Saatchi Art)

El capitán Ahab, de ambición ilimitada, dispuesto a ir hasta los confines del océano con tal de alcanzar su objetivo de cazar a la ballena, más que una agitada novela de aventura, retrata el espíritu globalizante del imperio y su vocación permanente a la expansión, donde nuevos horizontes traducidos materialmente en mercados de consumo, recursos naturales y rutas comerciales se exponen como razón metafísica de su propia supervivencia. En consecuencia, la expedición hacia nuevos territorios expone el vínculo recíproco entre acumulación, bienestar interno, alivio de contradicciones y realización del proyecto estadounidense. Sobre esto, el historiador Thomas Bender, explica: 

La idea de “América” entendida como oportunidad -sobre todo como oportunidad material- ha configurado en los Estados Unidos una cultura que alienta a huir del pasado, a empezar de nuevo, a expandir los propios horizontes y, en última instancia, al imperio. […] Como Ahab, los norteamericanos blancos -y en especial los varones- siempre han intentado expandir un futuro temporal y espacial, abandonando el pasado en busca de nuevos y más amplios horizontes de ambición. Al igual que la ballena, esos horizontes simbólicos y materiales cambiaban de lugar y se situaban fuera del alcance de aquella persecución a veces violenta. Los comentaristas extranjeros señalaron más de una vez este aspecto de la cultura estadounidense pero nadie lo capturó tan profundamente como Alexis de Tocqueville, quien estaba fascinado con esa búsqueda eterna que nunca alcanzaba su objetivo, que siempre estaba al borde de la satisfacción. En su opinión, aquello era el resultado de la combinación de la igualdad profesada y la ausencia de barreras sociales formales: el “febril ardor” de los norteamericanos en pos de su “propio bienestar” prevé la realización de una “felicidad completa” que “siempre se les escapa”. Casi sin pensarlo -y en un grado extraordinario- los estadounidenses llegaron a asociar el significado de “América” con el derecho a un acceso irrestricto a la tierra y los mercados. La tierra, la libertad, la oportunidad y la abundancia parecían conformar una secuencia natural que alimentaba una cierta compulsión a utilizar las nuevas tierras y oportunidades para obtener riquezas (2015, p. 200).

Bender analiza no solo Moby-Dick sino a Melville como autor mediante el cual se puede observar la historia estadounidense decimonónica. Acepta que la obra, por la autodestructiva conducta del capitán Ahab, tiene una anotación crítica sobre las consecuencias negativas ulteriores del desarrollo del imperio. No obstante, en Moby-Dick yace lo que William Appleman Williams llamaba, en un contexto bastante similar, “la sustancia psíquica, cultural o económica del imperio”, en vista de que “los triunfos imperiales hicieron necesario el desarrollo de una ideología que se les adecuase” (1980, pp. 112-113). La construcción de la narrativa de Melville, acompaña por otros autores contemporáneos con obras menos difundidas, exaltaba un repertorio de prácticas coloniales (nunca aceptadas formalmente como tales) que contribuyeron a su legitimación como parte de una especie evolución “natural”. De esta forma, operando primero en el ámbito de la cultura, la competencia por los mercados, la guerra para el control de rutas de suministro y la subordinación política de países periféricos mediante amenazas y extorsiones de diversa naturaleza, encontraban un campo de justificación ideológica y performativa. El resultado no fue otro que la aceptación generalizada de que el imperio estadounidense, por el ánimo supremacista que destaca Bender como por la carga de autoconfianza excesiva impresa por Whitman, podía maltratar a naciones de menor peso económico y comercial con la finalidad de sacar ventajas cada vez mayores, empleando cualquier medio a disposición, desde la intervención militar hasta la anexión, para hacer viable el crecimiento del poderío norteamericano y su bienestar. La dialéctica entre imperio y cultura, en el caso estadounidense, se saldaba con una narrativa que transformaba en aventuras cargadas de optimismo, alcanzando el heroísmo y el sacrificio por un “bien mayor”, lo que eran, en realidad, maniobras de fuerza para favorecer los intereses comerciales y económicos del imperio. Mientras internamente se cerraban filas en torno al bienestar y la prosperidad que traerían las expediciones, las naciones puestas bajo la mira también verían debilitado su rechazo al control imperial al tratarse de una misión evangelizadora con la cual superarían su supuesto atraso. Como resultados de estas narrativas, el imperio no encontraría límites espaciales y culturales a su extensión, como tampoco los tuvo el capitán Ahab en su obsesiva lucha por alcanzar los objetivos de la industria de la explotación de ballenas.

Exportación de la crisis y las bases del panamericanismo

La depresión económica de finales de siglo posiciona, y no por primera vez, la mirada de los Estados Unidos sobre ultramar, especialmente en sus mercados de consumo, materias primas y posibilidades de inversión. Es cierto que, rozando la mitad del siglo XIX, la expansión hacia el océano Pacífico tenía en la guerra de anexión contra México y en las misiones del comodoro Perry -centradas en China y Japón-, los hechos más visibles de una expansión agresiva, marcada por el interés comercial. Abrir nuevos mercados y líneas de suministro de mercancías en el Pacífico iba consolidando la presencia de los Estados Unidos en uno de los centros de gravedad de la talasocracia europea, favoreciendo con ello sus intercambios y el afianzamiento de su poder geopolítico. Pero por proximidad inmediata en términos geográficos y espaciales, el continente latinoamericano se mostraba como un nicho inmejorable para experimentar una fase superior del proceso expansivo de acumulación: la exportación de excedentes, capitales y el dominio sobre las materias primas. En este punto, solo bastaba lanzar una mirada retrospectiva y reflotar el ideario de la Doctrina Monroe, abierto a ser actualizado con las nuevas capacidades industriales y militares acumuladas durante los últimos años de esplendor capitalista. La saturación del mercado interno, la conflictividad sindical y la reducción del consumo en amplias capas sociales, convertía a los mercados extranjeros en una alternativa para mitigar las tensiones internas imposibles de digerir por el sistema político (Zinn, 2011). Por dos vías, el expansionismo económico y comercial del imperio parecía postergar el problema de fondo.

Segunda revolución industrial en los Estados Unidos. (Foto: U.S. History Scene)

La exportación de excedentes industriales permitiría construir una salida a la recesión, aliviando al mismo tiempo las presiones de la clase trabajadora. Por otro lado, la promesa de un mayor bienestar ligado a la expedición militar lograría desviar la atención de los principales problemas, levantar los ánimos nacionalistas y cerrar filas en torno al Gobierno, sobre todo si las “aventuras” se tornaban conflictivas y enfrentaban resistencia. También es cierto que, durante el siglo XIX, una combinación de filibusterismo, rapto de aduanas, maniobras de fuerza e intervenciones militares específicas en Nicaragua, Uruguay, Honduras, Paraguay, entre otros, reflejaban el rol de árbitro que deseaba jugar los Estados Unidos en la región, descrito años antes en la Doctrina Monroe. Este patrón de comportamiento imperial adquiere una forma mucho más decisiva en el contexto de la crisis económica de final de siglo. El escritor y diplomático argentino Manuel Ugarte, precisaba las ambiciones de los Estados Unidos de la siguiente manera:

Basta un poco de memoria para convencerse de que su política tiende a hacer de la América Latina una dependencia y extender su dominación en zonas graduadas que se van ensanchando, primero, con la fuerza comercial, después con la política y por último con las armas. Nadie ha olvidado que el territorio americano de Texas pasó a poder de los Estados Unidos después de una guerra injusta (1987, p. 65).

Para Ugarte, las prácticas de penetración de los Estados Unidos se circunscribían a un tipo moderno de conquista donde el comercio y la industria eran puntos de apoyo fundamental, orientados a desencadenar el resto de fases para la dominación definitiva sobre naciones extranjeras.

Las conquistas modernas difieren de las antiguas, en que sólo se sancionan por medio de las armas cuando ya están realizadas económica o políticamente. Toda usurpación material viene precedida y preparada por un largo período de infiltración o hegemonía industrial capitalista o de costumbres que roe la armadura nacional, al propio tiempo que aumenta el prestigio del invasor. De suerte que, cuando el país que busca la expansión, se decide a apropiarse de una manera oficial de una región que ya domina moral y efectivamente, sólo tiene que pretextar la protección de sus intereses económicos… (1987, p. 66).

El argentino también captó cómo la fuerza del dinero y los intereses capitalistas ya bien definidos en los Estados Unidos promovían un tipo de dominación basada en premisas supuestamente benignas, pero que finalmente encubrían los objetivos estratégicos del proceso de conquista:

Pero los asuntos públicos están en manos de una aristocracia del dinero formada por grandes especuladores que organizan trust y exigen nuevas comarcas donde extender su actividad. De ahí el deseo de expansión. Según ellos, es un crimen que nuestras riquezas naturales permanezcan inexplotadas a causa de la pereza y falta de iniciativa que nos suponen. Juzgan de toda la América Latina por lo que han podido observar en Guatemala o en Honduras. Se atribuyen cierto derecho fraternal de protección que disimula la conquista (1987, p. 67).

Entre 1884 y 1885 se desarrolla la bastante conocida Conferencia de Berlín. Allí, los imperios de “Gran Bretaña, Francia y Alemania [y también Portugal] se pusieron de acuerdo en las reglas básicas del gran juego”, que consistía en la negociación de “un anteproyecto para dividirse el continente africano en porciones, un acuerdo que, junto con las nuevas tecnologías de la violencia, la medicina y las comunicaciones, aceleró su expansión imperial y aumentó el control sobre sus colonias” (Bender, 2015, p. 195). EE.UU., invitado a la conferencia, envió un emisario, pero evitó retratarse como firmante del acuerdo final. La decisión fue el resultado práctico de “… la convicción de que Estados Unidos solo podía conservar sus virtudes únicas si se mantenía apartado de un mundo en decadencia. El compromiso universalista justificaba un activismo mesiánico cuya finalidad era la redención de ese mismo mundo” (Anderson, 2014, p. 13). O, como indica Bender, la negativa de participar de manera decisiva partió de la “… creencia muy difundida, y a veces abiertamente proclamada, de que las instituciones republicanas de los Estados Unidos eran un reto permanente a la política corrupta y a las pretensiones imperiales de Europa” (p. 195). En última instancia, EE.UU. había fijado su mirada sobre el continente latinoamericano y centraría ahí sus intereses inmediatos.

James Blaine. (Foto: Library of Congress Prints and Photographs Division)

Desde 1880 esta orientación estaba bien definida con el ascenso a la presidencia de James Garfield. James Blaine ocupó la secretaria de Estado, y provocó un punto de quiebre en la forma de organizar el despliegue estadounidense en la región que trascendería en el tiempo. El historiador Edward P. Crapol (1999) califica a Blaine como un arquitecto del imperio, producto de las reformas que impulsó para garantizar una presencia sostenida y estable en el continente basada en el ajuste pragmático de los principios de la Doctrina Monroe. En 1881, el secretario de Estado sienta las bases de la doctrina panamericana mediante la convocatoria a una Congreso de Paz con el objetivo de reunir a la gran mayoría de países latinoamericanos a los fines de discutir asuntos de mediación y seguridad (ocurría mientras tanto la Guerra del Pacífico que enfrentó a Perú y Bolivia, de un bando, con Chile, del otro), temas aduaneros, portuarios, monetarios y comerciales, que concluyeran en la consolidación de ventajas geopolíticas para EE.UU. en un marco de cooperación hemisférica “voluntaria”. Los planes de Blaine se ven truncados, pero no del todo interrumpidos. En 1881 el abogado afiliado al Partido Republicano Charles Guiteau, asesina al presidente James Garfield de un disparo. Blaine se ve obligado a renunciar, pero

…en el corto período de nueves meses en que ejerció la Secretaría de Estado, articuló iniciativas y propuestas que cambiaron el curso de la política exterior de los Estados Unidos, acabaron con la supremacía comercial británica en el hemisferio occidental y en el Pacífico, y permitieron abrir el camino hacia la expansión imperial desarrollada entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX (Crapol en Cordero, 2011, p. 17).

La doctrina panamericana configurada por Blaine buscaba operar sobre las bases de una diplomacia cargada de amabilidad, aparente trato igualitario y colaboración recíproca, donde los intereses estratégicos del imperio podían fluir con una mayor facilidad y obtener relativa aceptación. Aunque el asesinato de Garfield interrumpió el proyecto por unos años, el mismo se cristalizaría con la Primera Conferencia Internacional Americana, realizada en Washington, D.C., entre 1880 y 1890, evento que sería el principal antecedente de la Organización de Estados Americanos (OEA) creada varias décadas después. Esta primera conferencia abarcó una enorme cantidad de temas, como la comunicación portuaria, uniformidad en los sistemas de pesos y medidas, la construcción de un modelo de arbitraje de disputas y la unión de aduanas (Cordero, 2011). Así, el imperio sentaba las bases de una compleja red acuerdos y obligaciones en aras de facilitar la inundación de productos estadounidenses en los países latinoamericanos, el control de rutas clave de suministro de materias primas y la penetración de capitales y negocios norteamericanos.

Blaine volvería a ocupar el cargo de secretario de Estado durante 1889, durante la presidencia de Benjamin Harrison. En un discurso, al año siguiente, reflejó cómo el panamericanismo servía como un medio para resolver la crisis económica interna y estabilizar el imperio:

Quiero declarar la opinión de que los Estados Unidos han alcanzado un punto donde uno de sus deberes principales es aumentar su comercio exterior. Bajo la política benévola de protección hemos desarrollado un volumen de manufactureros que, en muchos departamentos, sobrepasa las demandas del mercado interno. […] Nuestra gran demanda es expansión (Blaine en Rodríguez, 1993, p. 384).

En 1891, el secretario ya avanzaba en la configuración geográfica de dichos intereses, en una carta a Benjamin Harrison: “Me parece que sólo hay tres lugares que son de suficiente valor para tomarlos, que no son continentales. Uno es Hawai, los otros son Cuba y Puerto Rico” (Blaine en Rodríguez, 1993, p. 384).

Los ideólogos imperiales y el poder

El trayecto de la idea de imperio iniciado con la Doctrina Monroe, luego fortalecido en su ramificación cultural por Melville y Whitman, y finalmente convertido en principio de política exterior por Blaine, llega a su formalización definitiva con las teorías de Alfred Mahan, Frederick Turner, Josiah Strong y Brook Adams. A mediados de la década de 1890, Turner publicita su tesis sobre la frontera mediante la publicación de ensayos y presentaciones públicas en espacios académicos. En términos generales, su teoría hacía hincapié en la importancia que ha tenido la frontera en el desarrollo de la sociedad estadounidense y sus instituciones políticas, llegando a compararla con el peso que tuvo, en su momento, el mar mediterráneo para los griegos. El modelo analítico aplicado por Turner indaga la cuestión fronteriza desde una visión totalizante. Desde la independencia de Inglaterra, pasando por la construcción de la democracia estadounidense hasta la evolución económica del país en el marco de la expansión al oeste, encuentran en la tesis de la frontera de Turner su principal fuente explicativa en términos de desarrollo histórico. En síntesis, toda la historia del imperio podía ser vista desde este eje, a tal punto que Turner reconocía que, sin una extensión sistemática del poderío económico estadounidense en paralelo a su visión de democracia liberal, la sociedad estadounidense enfrentaría el estancamiento y se vería obliga a replantear sus instituciones fundamentales. El autor quizás no tuvo la influencia decisiva de un Alfred Mahan, pero sin lugar a dudas sus publicaciones fueron fuente de inspiración para la generación de imperialistas modernos de Theodore Roosevelt en adelante. Años más tarde, en lo que sería una ampliación de su tesis en el contexto de la definitiva maduración imperial de los Estados Unidos, afirmaría lo siguiente, mostrándose complacido con que el imperio haya seguido los caminos que alimentó con su obra:

Habiendo continuado su histórica expansión hacia las tierras del viejo imperio español con el éxito obtenido en la guerra reciente, los Estados Unidos se convirtieron en la concubina de Filipinas al mismo tiempo que tomaron posesión de las islas hawaianas, y la influencia controladora del Golfo de México. Proveyó temprano en la presente década una conexión a las costas del Atlántico y del Pacífico a través del Canal del Istmo, y se convirtió en una república imperialista con dependencia y protectorados – reconocidamente una nueva potencia mundial, con voz en los problemas de Europa, Asia y África (Turner en Rodríguez, 1993, p. 388).

En una visión diferente a la de Turner, aunque son innegables sus puntos de contacto, el clérigo protestante Josiah Strong proyectó una lectura religiosa de la expansión estadounidense, donde la evangelización cristiana se presentaba como indisociable del crecimiento comercial y la penetración capitalista en ultramar. Strong se apoyaba en la mirada litúrgica de que los Estados Unidos habían recibido la misión celestial de expandir el cristianismo protestante por todo el mundo pagano, resultando “elegido” para dicho papel misionero debido a las características únicas otorgadas por Dios a la sociedad estadounidense, las cuales quedaban resumidas, a grandes rasgos, en el carácter enérgico de su población y su ingenio para la producción a una escala cada vez mayor de bienes manufacturados. El planteamiento no ocultaba sus premisas racistas, más bien las encumbraba: para Strong, la raza anglosajona era superior al resto producto de las bendiciones recibidas, que se traducían en un ingenio capitalista único, fortalecido por el ánimo permanente de colonización. La propuesta de Strong entiende la evangelización como una extensión del comercio, cuya influencia será dialéctica en aras de alcanzar el objetivo geopolítico (investido de misión religiosa) de convertir a los Estados Unidos en una potencia global, propalada en una justificación metafísica de carácter espiritual que actuaría también como arma de combate contra las naciones violentadas. La frontera señalada por Turner debía expandirse, pero de acuerdo a los parámetros mesiánicos de Strong:

Al comercio le siguen las misiones […] Una civilización cristina realiza el milagro de los panes y los peces, y alimenta a sus miles en el desierto. Multiplica poblaciones. ¿Cuál será la población y cuáles las necesidades de África, de aquí a un siglo? Y con esos vastos continentes añadidos a nuestros mercados, con nuestras ventajas naturales logradas por completo, ¿qué puede impedirle a los Estados Unidos convertirse en el taller del mundo, y a nuestro pueblo en “las manos de la humanidad”? (Strong en Rodríguez, 1993, p. 390).

El contrapunteo de la época, cuyo nudo crítico no era otro que la búsqueda de soluciones a la poderosa recesión económica, encontró en el historiador Brooks Adams una versión pesimista del desarrollo histórico del imperio. La creencia (positivista) predominante del momento tenía su peso en Brooks, para quien las sociedades podían ser categorizadas, divididas y jerarquizadas a partir de nociones de masa y acumulación de energía, evolucionando bajo una visión etapista desde la barbarie a la civilización, o desde la dispersión a la concentración, lo que incluía factores materiales como riqueza comercial, urbanidad y poder. Por ende, la sociedad humana sería una extensión de la naturaleza, entidad que otorga unos bienes y unas ventajas específicas a la humanidad de acuerdo a su ubicación. En la visión del historiador, todo esto se traducía en una “ley” que regía el funcionamiento general de la sociedad humana y determinaba un viaje en sentido único hacia el declive de la civilización, en vista de que las fuerzas incontrolables de la concentración económica y la velocidad de su movimiento, si no se mitigaban, incrementaría las tensiones de la guerra y la sed de acumulación a un máximo peligroso capaz de provocar la desintegración total de la sociedad. En los Estados Unidos, Brooks siente el peligro de un colapso social por la confrontación de clase e intenta salvar al imperio de la deriva de su propia “ley”, para ello la energía acumulada y las tensiones de la guerra y la competencia, debían encontrar nuevos espacios en el extranjero para disiparse (Rodríguez, 1993). La expansión imperial era la fórmula que Adams veía como la más coherente para evitar la dislocación de la sociedad estadounidense, al ofrecerle a los poderes económicos de la época -ya visiblemente concentrados- la oportunidad de salir del estancamiento explotando de nuevos recursos y territorios.

Cuando se ha logrado una velocidad social en la que la pérdida de material energético es tan grande que las reservas de lo marcial y lo imaginativo no pueden reproducirse, la intensa competencia para generar dos tipos económicos opuestos – el usurero en su aspecto más formidable, y el campesino cuyo sistema nervioso está adaptado a florecer en el escaso alimento-, al final se tiene que llegar a un punto donde la presión ya no puede ir más allá, y entonces, quizás, uno o dos resultados le siguen: puede sobrevenir un periodo estacionario, que puede perdurar hasta que sea terminado con la guerra, agotamiento, o ambos combinados […] o […] la desintegración puede aparecer, la población civilizada puede desaparecer, y una reversión a una forma de organismo primitivo puede ocurrir (Adams en Rodríguez, 1993, p. 392).

El oficial naval Alfred Mahan, producto de esta época, de sus tensiones y del contexto de interpretaciones de línea expansionista, alcanzaría una influencia decisiva con su tesis del poder marítimo, siguiendo el registro talasocrático del imperio británico que se encontraba en el cenit de su poder e influencia global para el momento: venía de reforzar su control sobre la India y conquistar a plenitud Egipto al mismo tiempo que negociaba, con Alemania, Francia y Portugal, enormes franjas de dominio colonial sobre África.

Alfred Mahan, ideólogo de la expansión imperial de los Estados Unidos. (Foto: Archivo)

Desde bien temprano en la década de 1890, Mahan lanza al público su hipótesis de que la rivalidad entre potencias, cuyo eje sería la competencia cada vez más aguda por el control de materias primas y mercados, requería que los Estados Unidos construyera un poder naval ofensivo. Como indicó en su ensayo The U.S. Looking Outward (1890), antecedente de sus obras clásicas The Interest of America in Sea Power, Present and Future (1897) y The Influence of Sea Power upon History, 1660:1773 (1890): “aunque no lo quieran, los americanos tienen que comenzar a mirar hacia afuera. La creciente producción del país lo demanda. Un creciente sentimiento público lo demanda” (Mahan en Rodríguez, 1993, p. 393). En la visión de Mahan, la competencia comercial se dirimía bajo relaciones de fuerza, y por ende el centro de sus preocupaciones estaba en que los Estados Unidos no poseían una armada sólida puesta al servicio de la defensa de sus intereses económicos en ultramar. Al oficial también le preocupaba que el poder ascendente del imperio estaba fundamentado más en el proteccionismo y en los abundantes recursos naturales del territorio continental que en el dominio comercial exterior, lo cual haría peligrar, en el mediano plazo, su expansión geopolítica, una vez se agotaran o perdieran vigencia estas fuentes de acumulación para sostener el crecimiento del complejo industrial. En Mahan el “hemisferio occidental”, a saber, América Latina y el Caribe, tenían una presencia notable como una zona de disputa decisiva, llegando a comparar la importancia geopolítica del Mar Caribe con la del Mar Rojo, visión motivada por el inicio de la construcción del canal en el istmo centroamericano, que cambiaría las reglas de juego del comercio interoceánico. La presencia comercial alemana en el continente latinoamericano, por un lado, y la británica, por otro, angustiaban a Mahan, que veía a los Estados Unidos en situación de desventaja para afianzar su influencia en el Caribe y así conquistar mercados y suministros de materias primas. En consecuencia, una armada poderosa y una estrategia ofensiva – de conquista- en ultramar, era el remedio para contener a los europeos y reclamar a América Latina como su órbita de influencia exclusiva, manteniendo las líneas de proyección marítima ya conquistadas con anterioridad en China y Japón por el comodoro Perry. En The Influence of Sea Power upon History, 1660:1773, Mahan afirma:

En estas tres cosas – producción, con la necesidad de intercambiar productos, embarques, donde se conduce ese intercambio, y colonias que facilitan y aumentan las operaciones de embarques y tienden a protegerlo al multiplicar los puntos de seguridad – se encontrará la clave de la mayor de la historia, así como la política de las naciones que están rodeadas por el mar (Mahan en Rodríguez, 1993, p. 393).

La doctrina de Mahan daría forma definitiva al estiramiento del imperio y sería el pilar teórico de Theodore Roosevelt, quien, en un ejercicio de reinterpretación de la Doctrina Monroe, en la bisagra entre siglos conquistará posesiones españolas en el Caribe y el Pacífico, arrebatará el control de los franceses sobre el Canal de Panamá (instigando su secesión de Colombia), ocupará República Dominicana, Panamá al final de su mandato y dejará el camino pavimentado para las intervenciones militares en la región durante todo el siglo XX. Porque tal cual indicaba Mahan como parte de sus postulados generales:

Comencemos con la verdad fundamental, garantizada por la historia, de que el control de los mares, y especialmente a lo largo de las grandes líneas trazadas por el interés nacional o el comercio nacional, es principal entre los elementos meramente materiales en le poder y prosperidad de las naciones […] De aquí surge necesariamente el principio de que, como subsidiario a tal control, es imperativo tomar posesión, cuando pueda hacerse rectamente, de esas posiciones marítimas, que contribuyan para asegurar el mando (Mahan en Rodríguez, 1993, p. 394).

Periferia, capitalismo y división internacional del trabajo

Las maquinaciones imperiales del momento y el contexto de altas tensiones entre las potencias europeas y los Estados Unidos condicionan la vida política de Venezuela desde un punto de vista práctico. Si bien es cierto que con anterioridad las reclamaciones de distinta naturaleza e intensidad ya habían generado episodios de injerencia abusiva, lo que ocurrirá en el paso entre siglos tendrá unas finalidades geopolíticas mucho más marcadas. Cuando nos trasladamos a la época, vemos a una Venezuela azotada por la deuda externa, despojada de su territorio esequibo y situada en un contexto de crecientes dificultades económicas y sociales producto de la guerra civil financiada por la empresa estadounidense New York and Bermudez Company, y que contó con el concurso de los poderes económicos europeos. Pero el problema crónico de la deuda externa de Venezuela, factor que actuaría como desencadenante del bloqueo naval y la agresión armada de las potencias europeas a finales de 1902 y principio de 1903, era tan sólo un vector dentro de la dinámica más amplia que configuró a Venezuela como país periférico del capitalismo mundial.

La lucha por la colocación de excedentes manufactureros y de capitales, representada por las casas comerciales, requería una política de subordinación y dependencia económica direccionada, por un lado, al ahogo de la producción local (evitando así la creación de un mercado interno), y al endeudamiento como mecanismo de inversión y extracción de beneficios, por otro. De esta manera, se garantizaba que los productos de las metrópolis no tuvieran competencia, mientras se afianzaba, en paralelo, la dependencia con respecto al precio de las materias primas agrícolas en el mercado internacional para el sostenimiento de la economía local. Como destaca la historiadora Lorena Puerta:

La dinámica generada por el modelo agroexportador, creó una dependencia entre los productores y el crédito que les proporcionaban las casas comerciales. Las operaciones de crédito fueron uno de los principales mecanismos de control del mercado y de extracción de beneficios para los productores […] …la economía agraria del país –dependiente de una cantidad reducida de rubros para la producción y la escasez de capitales de origen venezolano- ponía a los productores en manos de los comerciantes, y al mismo tiempo, quedaban sometidos a las condiciones que estos fijaran […] Esta relación evidenció una desigual ganancia para los agricultores y la imposibilidad de acumular un capital por parte del hacendado o productor (2016, pp. 32-33).

La dependencia a las exportaciones de café impidió la integración económica del país aguas abajo y limitó el desarrollo de tejidos conexos que estimularan la producción de bienes locales más allá de los rubros demandados por las metrópolis. Como indica Lola Vetencourt:

Las relaciones comerciales así establecidas, convierten a Venezuela en un canal de salida, solamente para las manufacturas inglesas […] Esta peculiar y beneficiosa división del trabajo, establecida por los británicos en el desarrollo comercial con Venezuela, les permitiría inundar nuestro mercado de productos casi sin competencia […] Se liquidó prácticamente a un artesanado que, sin posibilidades de éxito, no pudo convertirse en un oportuno sustituto industrial (1981, p. 182).

Así, fue tomando forma una economía de puertos, conectada al capitalismo mundial desde una posición periférica, donde los ingresos por exportaciones reforzaban la lógica de producción primaria y a su vez financiaba las importaciones de bienes terminados, restringiendo, a la inversa, el ahorro de capital interno y favoreciendo la contratación de empréstitos, pues “…el Estado venezolano también utilizó las casas comerciales extranjeras como agentes de financiamiento, propiciando la dependencia hacia el capital foráneo” (Puerta, 2016, p. 33).

Club de comerciantes alemanes en Maracaibo, estado Zulia. (Foto: Kurt Nagel Von Jess)

La fragilidad de Venezuela a inicios del siglo XX se hacía evidente, y alcanzaba cotas realmente peligrosas cuando las guerras civiles se mezclaban con una caída de los precios mundiales del café (y por ende de las rentas), lo cual se traducía en empréstitos superiores e impagables a largo plazo por las propias debilidades del modelo agroexportador, consolidado por una división internacional del trabajo basada en la extracción de beneficios de las potencias industriales a costa del empobrecimiento de los países periféricos. La crisis de los precios internacionales del café que ocurrió a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX, mostró los límites de la configuración económica del país y su visible impacto sobre la vida política de la República:

El deterioro de los términos de intercambio -movimiento de las cotizaciones de los productos primarios con tendencia a la caída al mismo tiempo que el de los precios de los bienes manufacturados con tendencia ascendente- no pudo menos que determinar un proceso continuo de extracción de excedente económico nacional en beneficio de los países europeos con economía dominante. Por la existencia de ventajas comparativas que favorecían a los grandes centros industriales en detrimento de los países abastecedores de materias primas, la economía venezolana, arrastrada a un comercio exterior no paritario, padecía los efectos de una descapitalización incontenida. La república se tornaba tributaria del capital extranjero, y el federalismo, como estructura constitucional de Venezuela, fue distorsionándose progresivamente mientras se mantuvo el modelo de crecimiento “hacia afuera”: la desnacionalización del excedente restringía las economías de subsistencia y de industrialización incipiente, menoscabada las fuentes autónomas de financiamiento y causaba no pocas perturbaciones internas que comprometían la estabilidad del régimen (Mata, 1982, p. 147).

Profundizando en este orden, Lola Vetencourt resalta cómo las potencias europeas usaron los préstamos como un mecanismo de subordinación política y acumulación de beneficios:

…el crédito que lubricó nuestra producción permanecía dentro de las manos domésticas de las firmas comerciales o de los onerosos empréstitos que transitaban, la mayoría de las veces, los predios de la usura […] Las inversiones británicas consistieron fundamentalmente en préstamos a los gobiernos, cuya cancelación era requerida, la mayoría de las veces, bajo drásticas presiones que lesionaron la soberanía nacional (1981, pp. 182-183).

Deuda y hostilidades

Cuando Venezuela entra al siglo XX, después de la revolución de Cipriano Castro y en medio de la guerra civil impulsada por el banquero Manuel Antonio Matos, todas estas contradicciones alcanzan su punto de ebullición. A Castro le toca asumir una poderosa crisis fiscal producto varias oleadas de endeudamiento marcados por la usura, empleados no sólo para el pago de los propios préstamos sino en proyectos de peso como los ferrocarriles de la era guzmancista, donde el Estado venezolano asumió un conjunto de compromisos y garantías difíciles de sostener ante el nuevo cuadro de guerra civil y agresión extranjera tercerizada. Entre 1901 y 1902, la legación estadounidense, británica y alemana va configurando un bloque unido para presionar por el pago de préstamos acumulados y reclamaciones, utilizando un tono cada vez más amenazante y acosando al Gobierno con correspondencias diplomáticas. Los intereses crecientes del servicio de la deuda hacían insostenible la situación fiscal del país. A Castro se le presenta la diatriba de continuar el pago de los empréstitos o ganar la guerra. Elegirá lo segundo, para lo cual había que sacrificar el cronograma de erogaciones que se venía cumpliendo, con un enorme costo social para el país, desde el gobierno de Joaquín Crespo.

Evidentemente, Venezuela no estaba en condiciones de pagar a sus acreedores. La deuda total más los intereses acumulados de la misma era de diez veces superior a las percepciones finales totales de la nación y ésta había caído en una profunda crisis económica que […] redujo a la mitad la capacidad tributaria del país: la moratoria fiscal era forzosa, no intencional (Rodríguez Campos, 2003, p. 163).

Coyunturalmente, Castro suspende los pagos en 1902, aunque un año antes había cancelado intereses y amortizaciones. Ciertamente, el pago a los acreedores británicos, alemanes (el Disconto Gesellschaft, principalmente) y de otras reclamaciones acumuladas venían reduciéndose, pero la idea del Gobierno era negociar una unificación de los compromisos, reorganizar la Tesorería y garantizar los pagos dentro de un nuevo cronograma. Era evidente de las potencias europeas apostaban por la rebelión de Matos pagada por la New York and Bermudez Company y respaldada por el gobierno de los Estados Unidos como un medio rápido para cobrar todas las acreencias, sin embargo, la resistencia de Castro al frente del gobierno era tomada como un desafío que requería una apuesta más arriesgada.

Oficinas del Disconto Gesellschaf en Berlín. (Foto: Archivo)

En consecuencia, las iniciativas de Castro se ven obstruidas, principalmente por el banco Disconto Gesellschaf, importante accionista del Ferrocarril Alemán, que protagonizó una auténtica tormenta política en 1896 tras la ejecución de un empréstito oneroso que buscaba reorganizar la colocación de los títulos venezolanos en los mercados europeos. Las presiones británicas, alemanas y estadounidenses aumentan a un punto insoportable para forzar a Castro a pagar, y visiblemente iban en concordancia con el curso fallido de la rebelión de Matos. El historiador Manuel Rodríguez Campos destaca que:

Las potencias europeas fueron imprimiendo un tono cada vez más severo a sus representaciones ante el gobierno, creando una serie de argumentaciones propiciatorias de la intervención a la cual se correspondió una campaña de prensa en Europa y los Estados Unidos, francamente tendenciosa, a tenor de las acciones diplomáticas interimperialistas desplegadas en perfecta coincidencia con las demás iniciativas, hasta que Alemania y Gran Bretaña consultaron al presidente de los Estados Unidos por los canales formales y ordinarios para conocer cuál sería su actitud ante la expedición punitiva que proyectaban contra Venezuela (2003, p. 202).

La actitud de los Estados Unidos fue de permisividad frente a los planes de llevar a cabo una acción militar. Aunque podría pensarse que dicha postura implicaba abandonar los postulados de la Doctrina Monroe, el contexto de acoso financiero agregaba un matriz: si los EE.UU. se movilizaban en “defensa” de Venezuela, esto implicaba renunciar a las reclamaciones de sus ciudadanos y empresas. Con la acción armada, los estadounidenses también se verían beneficiados al cobrar antiguas reclamaciones. Pero la idea de un bloqueo naval ya estaba planteada desde finales de 1901, así dejaría constancia el embajador del Imperio alemán en Caracas, Mr. Von Holleben, en una correspondencia enviada al secretario de Estado John Hay:

Declaramos especialmente… que en ninguna circunstancia nuestros procedimientos tendrán por objeto la adquisición o la ocupación permanente del territorio venezolano. Si el gobierno de Venezuela nos obliga a la aplicación de medidas de coerción, consideraremos, además, si en esta ocasión debemos o no pedir mayores garantías para el cumplimiento de las reclamaciones de la Compañía del Descuento de Berlín. Después de haber propuesto un ultimátum, se considerará si es suficiente medida de coerción el bloqueo de los puertos venezolanos más importantes… ya que el cobro de los derechos de importación y exportación es casi la única fuente de renta en Venezuela y se haría de ese modo posible. Se dificultará también de esta manera el aprovisionamiento del país, que principalmente depende de la importación de maíz como alimento. Si no pareciera suficiente esta medida, tendríamos que considerar la ocupación temporal de nuestra parte de diferentes puertos de embarco venezolano, cobrando en ellos impuestos… (Mr. Von Holleben en Rodríguez Campos, 2003, pp. 209-210).

El conflicto

Una vez que los Estados Unidos, ya gobernado por Theodore Roosevelt –quien tomó posesión luego del asesinato del presidente William McKinley–, establece las líneas rojas bajo las cuales autoriza la intervención militar europea, es solo cuestión de tiempo para se ponga en marcha la operación. A principios de diciembre de 1902, la legación alemana y británica lanza un ultimátum para el cobro de todas las deudas de manera inmediata. Desde una perspectiva geopolítica, es el Imperio alemán quien toma la iniciativa, secundada posteriormente por el Imperio británico, que también tenía interés en cobrar reclamaciones por embarcaciones decomisadas e imponer su autoridad en la disputa por la soberanía de la isla de Patos. A la operación también se uniría el Reino de Italia. El planteamiento del bloqueo naval consistía en mantener la proyección europea hacia el Caribe, tratando de contener la expansión estadounidense posterior al arrebato de posesiones coloniales a España.

El 9 de diciembre inician oficialmente las hostilidades. Las armadas imperiales de Gran Bretaña y Alemania, comandadas por el vicealmirante inglés Sir Archibald Douglas, entran al puerto de La Guaira con el objetivo de capturar e inutilizar embarcaciones de la marina venezolana. Un total de quince navíos europeos, entre cañoneras, destructores y cruceros, en poco tiempo alcanzan su objetivo en esta primera incursión. De costa a costa, la frontera marítima del país caería bajo patrullaje de la escuadra agresora, ocasionando la paralización del tráfico comercial y enviando un poderoso mensaje de superioridad militar al gobierno.

Ilustración del bloqueo naval. (Foto: Daniel Ojeda Lovera)

En La Guaira, los buques General Crespo y Totumo son remolcados, mientras las tropas arriban al puerto para tomar la aduana y embarcar a sus conciudadanos. La misma suerte caerá sobre el buque destructor Bolívar, capturado por los británicos, mientras estaba fondeado en Trinidad. El carguero Zamora y el buque Restauración, también son secuestrados por la armada británica en Guanta, bajo amenazas de efectuar disparos contra la tripulación si no se rendía de forma automática. En el transcurso de dos días, y en la ejecución de actos de evidente piratería, las potencias agresoras derribaron la frágil línea defensiva marítima de Venezuela, constituida por embarcaciones que estaban en proceso de reparación o que habían sido tomadas por sorpresa.

Escuadra naval anglogermana. (Foto: Norman Wikinson / Daniel Ojeda Lovera )

En el caso del buque Bolívar, tras su captura la armaba británica lo incorporó a su flota y lo empleó en actividades de persecución de otras embarcaciones de la armada nacional. El país vive horas terribles, de una profunda humillación, y es cuando Cipriano Castro lanza su histórica proclama que lo hará trascender en los anales de la historia venezolana. La movilización general en defensa de la nación ocurre, las legaciones extranjeras son apedreadas, los extranjeros de relación filial con las potencias europeas enfrentan la persecución y sus banderas son quemadas. El 12 de diciembre en Puerto Cabello, la agresión pasa del mar a tierra firme. Ese día un buque mercante inglés de nombre Topaze, no involucrado hasta donde se conoce con la operación, es asaltado por un grupo de venezolanos. La tripulación es capturada. Al día siguiente, el 13 de diciembre, una unidad de cañoneras alemanas e inglesas constituida por los barcos de guerra Charybdis (británico) y Vineta (alemán) llegan a Puerto Cabello para exigir la liberación de los marinos de manera inmediata (Ojeda Lovera, 2002). La respuesta a la exigencia se retrasa y la represalia sería agresiva: el castillo Libertador y el fortín Solano serían sometidos a un bombardeo mortífero, acompañado por la incursión de un comando para tomar el castillo, donde apresan a los soldados que allí se encontraban y también apropiarse de antigüedades del castillo a modo de botín (Rodríguez Campos, 2003).

Los protagonistas. (Foto: Daniel Ojeda Lovera)

Ambas fortalezas son sitiadas durante poco tiempo y al día siguiente proceden a dinamitar todos los cañones y a inhabilitar todo instrumental que pudiera ser utilizado para responder a la escuadra agresora. El buque Vineta quedó apostado frente a Puerto Cabello para tener la situación bajo control, mientras colocaba como exigencia, para evitar un reinicio de las hostilidades, que la bandera venezolano fuese izada en la fortaleza. El siguiente paso era bloquear el estado Zulia y el puerto de Maracaibo, epicentro de las exportaciones de café, bien conocido por los alemanes desde mediados del siglo XIX, ya que desde allí despachaban sus casas comerciales y tenían lugar buena parte de sus inversiones en agricultura, comercio e infraestructura. A partir de estos vectores de intereses y puntos de contacto, se dio lugar a una distribución geográfica de las áreas de responsabilidad del bloqueo naval, lo que implicaba a su vez el control directo de operaciones comerciales y económicas que sustentaban la vida social de la República. Entre finales de 1902 y principios de 1903, Venezuela tomó forma de un protectorado colonial:

Para la ejecución del bloqueo, además de que el litoral fue dividido para su patrullaje y control marítimo entre las dos (02) fuerzas agresoras, las unidades también fueron estacionadas en sectores y puertos, a lo largo de toda la costa para un mejor control de las actividades marineras, de comercio y pesca que se debían realizar siempre y cuando estuviesen autorizadas por los comandantes de las escuadras bloqueadoras. Para cumplir con este propósito las unidades fueron ubicadas en forma general de la siguiente manera: la escuadra inglesa tenía a sus unidades distribuidas en el oriente del país como sigue: El Delta del Orinoco y sus alrededores estaba siendo patrullado por los buques Fantome, Rocket y Bolívar (unidad venezolana navegando con pabellón inglés), estas unidades tenían su puerto base en Trinidad donde regresaban para reaprovisionamiento […] La zona correspondiente a Guanta y Puerto Píritu, puertos con un buen movimiento comercial y pesquero estuvieron bajo el control del crucero Indefatigable y el crucero Pallas. El sector occidental del país, a cargo de la escuadra alemana estuvo controlado por los cruceros Panther, Viñeta y Falke en el área correspondiente a la entrada al Lago de Maracaibo, los buques de entrenamiento Stosch y Charlotte, así como el crucero Gazelle, se mantuvieron por La Guaira y Puerto Cabello (Ojeda Lovera, 2002, p. 58).

Con la acción sobre Maracaibo, desde el 24 de diciembre en adelante, todos los puertos venezolanos quedarían efectivamente bloqueados y toda la costa cercada. A mediados de enero, el cañonero alemán Panther intentó ingresar al canal del puerto con el propósito capturar el buque venezolano Miranda. Allí resulta confrontado desde el castillo San Carlos y se produce un enfrentamiento de artillerías que obliga la retirada de los alemanes, en desventaja por el estrecho margen de maniobra en las inmediaciones del castillo. Cuatro días después, el buque Vineta y el Falke regresan al sitio para vengar la derrota propinada en la barra de Maracaibo y apoyar una nueva incursión del Panther. Calibrando mejor las distancias, los buques alemanes emprenden un bombardeo indiscriminado contra el castillo y la población adyacente, provocando daños a la infraestructura e incendios de viviendas. Los combates se extienden durante varias horas hasta que el humo de las bombas impide la visibilidad del objetivo. El castillo San Carlos no contaba con la capacidad de respuesta militar para impactar decisivamente los buques de guerra alemanes, y tampoco para generar incomodidad a escala naval. El acoso del bombardeo se prolonga hasta un punto escandaloso, y la situación no empeora únicamente porque el calado de las embarcaciones alemanas impide tomar efectivamente la fortaleza y sitiarla. Sin embargo, pese a la superioridad militar objetiva, “[E]stas unidades no lograron rendir a las tropas del castillo […] después de haber lanzado más de un mil quinientos (1500) disparos” (Ojeda Lovera, 2002, p. 110). Los soldados venezolanos y la población de San Carlos darán una demostración de coraje y resistencia que impedirá que el Imperio alemán consagre sus objetivos. Finalmente, la escuadra se retira y ello provocará un conjunto de efectos internacionales:

Este ataque a la fortaleza del castillo San Carlos tuvo eco en todo el continente y en Europa, con el consabido repudio, ya que se estaban cumpliendo los trámites diplomáticos para poner fin a la agresión. En este enfrentamiento se comportaron valientemente: el General Jorge Antonio Bello, los coroneles Martín Romay, Juan Emanuel y N. Cuervo, Jefe de la Artillería, y los ayudantes César Augusto León y José Agustín López, cuyo denuedo en la defensa obligó a los buques agresores a retirarse sin la obtención del premio codiciado y esperado como potencia agresora (Ojeda Lovera, 2002, p. 110).

La habilidad política de Cipriano Castro es nuevamente puesta a prueba. Sabe que la República no tiene capacidad real para vencer militarmente a las potencias europeas, salvo que la agresión diera el paso hacia la ocupación territorial de facto, situación que volcaría las reglas de juego y podría darle a Venezuela la ventaja de combatir con el general terreno en su bando. Pero ante un país indignado y movilizado, Castro debe mantener la disposición de combate y la moral nacional en alto, aunque debe calibrarla para no levantar expectativas que no puedan cumplirse. Así, mientras enardece su discurso y muestra carácter y autoridad en los peores momentos, tantea en paralelo una vía de negociación que diera fin a la agresión y para ello aprovecha, con asertividad, los reclamos de la oligarquía caraqueña para que los Estados Unidos se involucraran como parte de la solución. Esto debilitaba la coalición de intereses empresariales en torno a Matos y fortalecía el poder de Castro de cara a la nación. Era evidente que las potencias imperiales estaban rompiendo con la línea roja establecida por el presidente Roosevelt, llevando el bloqueo naval a un esquema de agresión armada directa con pretensiones que iban más allá del cobro de la deuda. Los eventos de asedio y bombardeo provocan una fuerte de reacción de condena en Latinoamérica. Desde el gobierno chileno se deploran los hechos, la prensa mexicana compara a Castro con Benito Juárez y su heroico papel contra la invasión francesa, desde Perú se alienta una acción latinoamericana contra las potencias europeas, posición que es secundada por Bolivia y El Salvador. En este contexto, el canciller argentino, Luis María Drago, emite una sólida respuesta contra la agresión europea que luego dará forma a la denominada Doctrina Drago, un cúmulo de principios teóricos de derecho internacional de notable importancia para la región, basados en la defensa de la soberanía de los Estados latinoamericanos, la igualdad de derecho entre los países y la desaprobación de la diplomacia de las cañoneras para el cobro de empréstitos. En un sentido general, la Doctrina Drago era una respuesta latinoamericana a las tesis de las potencias dominantes que justificaban la intervención militar bajo el paraguas de promover la “civilización”. El eco de Strong, Turner, Adams y Mahan se hace presente:

Los apologistas del imperialismo habían fabricado las doctrinas jurídicas y políticas que pudieran justificar la agresión cuando ella era necesaria para abrir un país a la dominación. De las universidades europeas y norteamericanas surgieron los jurisconsultos, sociológicos y economistas cuya misión fue darle apariencia honorable a aquella rapiña sistematizada. De los centros de investigación de Alemania – el país más avanzado de la Tierra en esa etapa- salieron los Haeckel y demás teorizantes a explicar cómo el más fuerte impone sus condiciones. “Macht ist Reich”, el derecho es la fuerza, fue la conclusión surgida de las universidades germanas. Los ingleses dieron en Joseph Chamberlain un exponente menos pretencioso pero mucho más pragmático del imperialismo. Las razas superiores tenían una misión civilizadora por cumplir en el ancho mundo (Rangel, 1974, p. 137).

Previo al bloqueo naval, el gobierno estadounidense, a través de su ministro plenipotenciario en Caracas, Herbert Bowen, quien sustituyó al encolerizado Francis Loomis, ya venía promocionando la posibilidad de un arbitraje estadounidense para resolver la cuestión de la deuda. Ese ofrecimiento, a raíz del escándalo internacional que provocó el bombardeo al castillo San Carlos, ahora adquiría mayor peso y autoridad. Frente a la agudización del bloqueo, Roosevelt ya no puede permanecer en calma. Aprovechando la reacción latinoamericana y la presión de la prensa, John Hay y el propio Roosevelt condenan las acciones, impulsan el arbitraje y presionan al Imperio alemán con un ultimátum para obligarlo a negociar. En opinión de Manuel Rodríguez Campos, el giro de los Estados Unidos mostraba quién, en última instancia, imponía las reglas de juego en el continente latinoamericano. Roosevelt encontraba así un nuevo momento para demostrar el alcance del imperio:

Se nos ocurre que en todo ese juego existió una maniobra envolvente, diseñada por los Estados Unidos dentro de su estrategia geopolítica para servir al doble propósito de dejar claramente sentado ante los poderes de Europa cuál era la potencia dominante en el área del Caribe y de paso atraerse a Venezuela hacia las redes de su tutelaje (2003, p. 325).

Al parecer las potencias europeas habían caído en una especie de trampa: cayendo en la tentación de llevar el bloqueo naval a un ensayo de conquista colonial, le dieron a Roosevelt el pretexto necesario para revivir la Doctrina Monroe e imponer su influencia geopolítica.

El sinsabor; la respuesta

En el transcurso del bloqueo naval, y en vista de las dificultades que enfrenta la República para responder en el campo militar y activar al mismo tiempo una vía de negociación autónoma, Castro toma la decisión de aceptar el ofrecimiento de Herbert Bowen, a quien le otorga poderes para representar a Venezuela en el arbitraje frente a las potencias agresoras. El cuadro de amenaza existencial a la integridad de la República obligaba a Castro a apretar los dientes aceptando la única vía disponible, habilitada por la lucha entre los Estados Unidos y los europeos por el dominio continental que había posicionado a Venezuela en el epicentro de la tormenta. El 13 de febrero en la capital estadounidense se firman los Protocolos de Washington, con las principales potencias agresoras: Gran Bretaña, Alemania e Italia. En los meses siguientes se firmarían otros protocolos adicionales por separado con casi todos los países que sostenían reclamaciones contra Venezuela y que vieron una oportunidad única para cobrarlas: Noruega, Suecia, México, Bélgica, Holanda, Francia y otros más. Bowen dio el pistoletazo de salida de una carrera codiciosa que oficializaría el despojo de los ya reducidos ingresos venezolano.

Propaganda contra Cipriano Castro, en forma de caricaturas. (Foto: Revista Memorias, Venezuela)

El resultado inmediato era evidente, se repetiría la historia del Laudo de París, pero esta vez con un sacrificio social y económico mucho mayor. En el caso de los protocolos, a través de Bowen en representación de la República, los Estados Unidos ratificaron los empréstitos abusivos de las potencias europeas. Venezuela fue sometida a condiciones de pago leoninas, y también se vio obligada a irrespetar su propio orden jurídico interno que imponía restricciones al abuso de las reclamaciones. El país hipotecó el 30% de los ingresos de las aduanas de La Guaira y Puerto Cabello, realizando en paralelo un conjunto de pagos adelantados a los acreedores para garantizar la credibilidad de los acuerdos. Las embarcaciones de las armadas serían devueltas, pero la República no lograría que los agresores pagaran indemnizaciones por los bombardeos y actos de piratería contra sus fortalezas. La vida social de Venezuela no solo sufría los rigores de pagos injustos que agravan la crisis económica y fiscal acumulada desde la época previa a la revolución de Castro, también se hacía presente la desazón de observar como una negociación donde no teníamos ni voz ni voto. Los protocolos, además, suponían un problema de orden político y constitucional: iban frontalmente en contra de los principios básicos de soberanía consagrados en la carta magna. Un Acuerdo del Congreso en marzo intentó salvar algunos de estos principios, destacando que dichos protocolos no se trataban de una situación jurídica vinculante, limitando su accionar en lo posible, pero facultando al Ejecutivo para que cumpliera sus compromisos. El país había superado la agresión militar, Castro mostró valentía y autoridad en el peor momento de la guerra, sin embargo, el resultado final del proceso nos dejaba doblemente maltratados y humillados. Pero Castro no se quedaría de brazos cruzados, si bien fue responsable con los compromisos de los protocolos en la primera etapa y eso hizo sentir a las potencias seguras de haber ganado la batalla final, lo cierto es que el conflicto estaba lejos de terminar. Al tiempo, el presidente empleó maniobras de desvío del tráfico comercial hacia otros puertos para evitar que la hipoteca de Puerto Cabello y La Guaira drenara los ingresos nacionales de manera consistente. Activo ciertas restricciones para controlar la inversión extranjera en el área minera, entre otras limitaciones de orden legal dirigida a los capitales foráneos. Al hacerse público el financiamiento de la New York and Bermudez Company a la rebelión de Matos, Castro embarga las propiedades de la compañía. Aunado a eso, expulsa al director del periódico Venezuelan Herald, Albert F. Jaurett, por actividades de propaganda contra la República (Ewell, 1999).  

Caricatura de la Revista Puck de los Estados Unidos. (Foto: J. Ottmann Lithographic Company)

Las acciones de Castro, en represalia a la humillación recibida durante el bloqueo y en la negociación de los protocolos, prenden las alarmas de la Casa Blanca. Theodore Roosevelt interpreta los movimientos del venezolano como un desafío y los capitalistas norteamericanos están ansiosos por no poder superar la barrera que les permitiese apoderarse con mayor facilidad del mercado y las materias primas venezolanas. Esta perspectiva es compartida por Bowen, quien sugiere tomar acciones decisivas para poner fin al gobierno, incluyendo aquellas de naturaleza militar que permitiesen controlar las aduanas. El presidente estadounidense le escribe un telegrama al secretario de Estado John Hay, y le plantea que la aduana venezolana debería ser tomada y traspasada a los belgas, pero que se reservaba dicha acción para después de la elección presidencial. El Corolario Roosevelt que tendría su oficialización en diciembre de 1904, va tomando forma definitiva. La campaña de satanización (con un marcado acento racista) contra Castro, que ya en tiempos del bloqueo se había desplegado con fuerza para justificar la agresión contra el país, se agrava. Un sinfín de caricaturas que habían diabolizado y animalizado al venezolano, ahora encontraban un carácter de institucionalización en la narrativa de Roosevelt, quien justificaba la intención de llevar a cabo una acción militar contra Venezuela de la siguiente manera:

Por supuesto que no queremos tomar acción durante las últimas semanas de la campaña, pero creo que deberíamos decidir por nuestra propia cuenta tomar la iniciativa de darle a Castro una lección dura… les enseñará a esos dagos (término norteamericano para referirse a los latinos) que tendrían que comportarse con decencia (Roosevelt en Ewell, 1999, p. 127).

Los desaires de Castro frente a las exigencias de Bowen, dirigidas a presionar por una reversión inmediatada de las medidas contra el capital extranjero y en específicamente contra la empresa asfaltera estadounidense, molestan al jefe de la Casa Blanca. “Respecto de Venezuela estoy tentado a desear que Castro ejecute a Bowen para darnos un buen motivo para aplastar a Castro. Pero esto es meramente un sueño luminoso” (Roosevelt en Ewell, 1999, p. 129). El discurso cargado de violencia del presidente estadounidense, pero al mismo tiempo su cálculo de mantener control sobre la escalada diplomática, provoca que Bowen tome la iniciativa interpretando los intereses de Roosevelt. Así, empezando el año 1905, e impulsado por la oligarquía caraqueña representada en el acaudalado comerciante Enrique L. Boulton, que veía con beneplácito que los Estados Unidos se hicieran cargo de Castro directamente, Bowen diseñó un plan de acción militar para derrocar el gobierno, junto al capitán Frank Parker.

El Capitán Frank Parker, agregado militar estadounidense, había planeado para que una fuerza estadounidense le intimidaran a Castro hasta que cediera. La fuerza estadounidense lo apresaría, y lo enviaría al exilio en un buque de guerra estadounidense. Los agentes estadounidenses podrían tomar control de las aduanas; y una fuerza de 1.500 tropas estadounidenses mantendrían la paz en Caracas mientras un gobierno provisional de los ciudadanos prominentes de Caracas debería “actuar según los consejos de un asesor norteamericano” (Ewell, 1999, p. 126).

El plan no se llevó a cabo por el temor de que se despertara una movilización incontrolable del país, pero su propia ideación era una manifestación suficiente de la vocación de dominio estadounidense sobre Venezuela y el respaldo que tenían estas maquinaciones imperiales en los grupos de poder de la élite caraqueña vinculada al comercio y a las finanzas, las mismas que recuperarán la dirección del país cuando en 1908, después de la enfermedad de Castro y su salida del país para tratarse, su amigo íntimo y compañero en las batallas más heroicas de la Venezuela bajo asedio, lo derroca y realinea geopolíticamente a Venezuela con los Estados Unidos. Juan Vicente Gómez cumpliría con los reclamos estadounidenses y europeos, revertiría todo el arsenal de restricciones y medidas contra los capitales foráneos de Castro, y además les otorgaría enormes beneficios para la explotación petrolera. Se abriría una etapa histórica que cambiará la faz económica y social de Venezuela de manera definitiva.

Apuntes finales

El bloque naval contra Venezuela constituyó el evento geopolítico más importante de América Latina en su temprana historia del siglo XX. Su resonancia y magnitud de onda, que alcanzó a todos los países de la región y modificó el equilibrio de poder entre las principales potencias mundiales de Occidente, sentó las bases para el definitivo aterrizaje del imperio estadounidense como actor dominante a nivel continental. El evento también daría forma al nacionalismo venezolano y a sus componentes espirituales y psicológicos. La distancia entre una oligarquía entregada a los intereses extranjeros y la irrupción de las masas campesinas en la defensa material de los intereses nacionales, tendría el efecto a largo plazo de configurar la idea de nación venezolana desde una perspectiva de clase, definida desde abajo contra la orfandad de los de arriba. El impacto del bloqueo naval en el alma venezolana constituyó los principios sociales y políticos de su dimensión espiritual, abarcando no solo sus expresiones culturales, artísticas sino la propia fundamentación retórica de su proyecto de Estado. Como indicó un historiador de la literatura de principio del siglo XX:

La nación venezolana no nace con la proclamación de la República por la aristocracia de Caracas en 1811, ni con el Congreso de Valencia de 1830, que consagra la dislocación de la República de Gran Colombia (…) La primera vez que Venezuela afirma con fuerza su voluntad de hacerse respetar como Nación, es bajo la dictadura de Cipriano Castro cuando el imperialismo alemán, inglés y holandés pretende hacerle doblegar la cabeza, bloqueando sus costas y bombardeando sus puertos (Belrose en Ewell, 1999, pp. 130-131).

La investigadora Judith Ewell (1999) destaca que el ánimo de sospecha y la hostilidad de los venezolanos con respecto a europeos y estadounidenses avanzaron en una lógica creciente, reforzada luego del bloqueo naval. Relata varios casos en que los venezolanos se negaron a trabajar para empresas estadounidenses. También ocurrieron ataques esporádicos a funcionarios consulares del imperio y otras muestras de desprecio. Como indica Ewell, esto propició que los empresarios norteamericanos buscaran mano de obra extranjera para sus proyectos, tras calificar a los venezolanos como vagos y sin disposición al trabajo. El mar de fondo que explicaba esta actitud de rechazo tenía su base en un renacimiento cultural de las clases populares de finales del siglo XIX, destacado por la investigadora:

Las clases populares continuaban cantando sus canciones llaneras; bailando joropo; tocando el cuatro, el arpa, y los tambores derivados de la cultura africana; resucitando los festivales populares o las tradiciones como los diablos bailarines de Yare o la quema de Judas; y rindiendo homenaje al culto de María Lionza (1999, p. 131).

Estas tensiones actuaban como un estímulo energizante para la corriente positivista que ya venía ejerciendo presencia en el panorama literario e intelectual venezolano. La apuesta por “modernizar” a las clases bajas del país, sacarlas del “atraso” y de la “incultura” promovida por una economía rural y un siglo marcado por el caos de la guerra, tenía el trasfondo político de controlar las bases del nacionalismo venezolano y así construir un país decente para las inversiones extranjeras y sus emisarios de la oligarquía local. En resumen, regular las costumbres y rutinas culturales sobre las cuales el pueblo pobre incursionaba en la política. La literatura de la última etapa del siglo XIX venezolano logra obturar este cuadro de disputas en el espíritu nacional y los desgarros que producía la lucha entre imperios y los rigores de la economía de puerto. En la novela El sargento Felipe (1899), de Gonzalo Picón Febres, la pareja del protagonista de la historia, Gertrudis, le pide a un oficial que no se lleven a Felipe a la guerra porque se quedaría sola y perdería la cosecha de la que vivía su familia, recargándola de trabajo y haciendo peligrar su subsistencia. Las mujeres como Gertrudis armaban canastas de alpargatas, ropa limpia y cobijas para los reclutas que iban a pelear a nombre de un caudillo que al final no les retribuiría el sacrificio en mejores condiciones de vida. Era la última vez que verían a sus hijos, a sus esposos, a sus afectos. El quiebre psíquico de una generación entera de venezolanos inmolada en los campos de batalla crearía un cúmulo de resentimiento hacia lo extranjero, y por una razón material muy palpable: la explotación y el cuadro de misera que propiciaban las casas comerciales y los terratenientes, producía campesinos desdichados que eran enrolados de forma permanente como mano de obra barata y sacrificable.

La proclama del Cipriano Castro. (Foto: Fundación Polar)

Por eso, cuando Cipriano Castro muestra autoridad ante estas entidades foráneas, las masas pobres se sienten representadas y se levantan en armas con violencia y furia desbordada. En su novela Zárate (1882), Eduardo Blanco dejaría constancia de los cambios acelerados que afrontaba la sociedad venezolana, desde una perspectiva romántica, costumbrista y conservadora desde el punto de vista político. En el relato, un Sandalio Bustillón era una metáfora del influjo capitalista y modernizante de la era guzmancista; convertido en hombre de negocios mediante tretas y prácticas oportunistas, Bustillón contrasta con un Don Carlos Delamar en declive, pues representa, como dueño de hacienda, el poder agrario que va perdiendo influencia y que había sido la horma cultural de las primeras etapas de la nación venezolana. Por otro lado, Zárate, un bandido que aterroriza todos los Valles de Aragua, es la apuesta de Blanco por la tradición y la épica de la lucha por la independencia frente a las tendencias modernizantes del Guzmanato. El bandolero pone a prueba la propia realización del Estado-nación moderno (su control sobre el territorio y el monopolio de la violencia) y representa la última frontera a ser conquistada por el relato civilizador y las fuerzas del capitalismo comercial de acento extranjero. Este hilo de tensión y de combate por el alma venezolana también está presente en la novela Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero García. Carlos, el personaje principal, graduado en ciencias duras en Caracas, sumamente racional y portavoz de los valores modernos, va al campo para establecer los linderos en la hacienda Peonía, causa del conflicto entre sus tíos Pedro y Nicolás. El tío Pedro es una metáfora de la cultura tradicional del campesino venezolano y su extrañeza frente al mundo exterior que representaba Europa. Está endeudado con los banqueros y se diferencia del tío Nicolás en las técnicas menos avanzadas que aplica para el cultivo de caña de azúcar. Carlos asume la tarea de sacar del atraso cultural a Pedro, y despliega contra él todo el argumentario positivista que estaba de moda. El relato de la novela es una apuesta por cambiar la base cultural de la nación como condición necesaria para el desarrollo del capitalismo: terminar de fracturar el vínculo con la tierra, la religión y las costumbres que tanto retardaban el salto al vacío hacia la modernidad. El dolor de Gertrudis que le pide a la Virgen del Carmelo que no se lleven a Felipe, el último intento de Zárate por revivir los tiempos míticos de la Venezuela agraria y la discriminación contra un “arcaico” Tío Pedro que cree en mitos y leyendas, constituyen el hilo común espiritual de una sociedad que, a fuerza de cañonazos, deudas leoninas e intentos de golpe de Estado e intervención punitiva, fue sistemáticamente absorbida por el capitalismo global en su fase industrial, apoyándose en sus agentes imperiales y en las continuas crisis internas que exportaban. Una especie de carrera de colonos llevado a la deuda externa determinó el clima de esta época, llevando las tesis de la expansión imperial hasta las raíces del país. Pero si algo sobreviviría sería el espíritu nacional y, frente a la erosión forzada de la formación social y económica que le daba sustento, este bastión conquistado en el alma venezolana permitiría pensar en nuestra reconstrucción. Una conquista a ser revisitada de forma permanente porque el imperio estadounidense no se saciaría con el derrocamiento de Castro. 

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AUTOR
William Serafino
ASOCIADO