Pintura de Tito Salas sobre la Batalla de Carabobo

Carabobo, dos anotaciones más allá de la batalla

  -I-      

Con el triunfo del Ejército Libertador en la batalla de Carabobo comenzaba, en vez de concluir, un nuevo episodio en la larga y cruenta lucha de las naciones de nuestra América por asumir el timón de su destino. De aquel ejército de libertadores, de aquellos soldados que ahora estrenaban, con sus nuevos uniformes, una nueva esperanza, apenas si sabían, como dijera a escasos días de la contienda el propio Bolívar en una carta del 13 de junio a Santander, los señoritos y señorones que a buen resguardo los tachaban de chusma incorregible y los despreciaban desde sus lejanos y turbios conciliábulos:

“Esos señores piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército (…) Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos, arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos de Patia, sobre los indómitos pastusos, sobre los guajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de África y de América que, como gamos, recorren las soledades de Colombia”.

Para esa fecha un tercio de la población venezolana había perecido en la guerra. No hacía tres años que en Angostura, el 7 de octubre del año 18, había respondido con estas palabras al insolente enviado estadounidense Bautista Irvine, en defensa de los derechos soberanos de Venezuela:

“Defendiéndolos contra la España ha desaparecido una gran parte de nuestra populación y el resto que queda ansía por merecer igual suerte. Lo mismo es para Venezuela combatir contra España que contra el mundo entero, si todo el mundo la ofende”.

Más que en batalla victoriosa, Carabobo se erigió desde entonces en emblema entrañable. Al concluir el enfrentamiento, ni los restos dispersos de las fuerzas realistas ni el poder español representaban seria amenaza para la República.[1]

Otra jornada heroica, si bien no concluyente letal para la causa colonialista, se había consumado en aquella explanada bienhechora.

Lo que quedaba del gran ejército realista, que desde su refugio en Puerto Cabello había logrado fortalecerse, sufrirá también derrotas definitivas. Cumaná será tomada a pocos meses, el 16 de octubre del mismo año, tras el asedio de las tropas de Bermúdez, expulsando al último baluarte realista del oriente venezolano. En occidente el ejército de Tomás Morales, robustecido con más de tres mil hombres con la retoma de Coro y Maracaibo, será destruido dos años más tarde, el 24 de julio de 1823, por la escuadra comandada por el almirante José Prudencio Padilla en la batalla naval del Lago de Maracaibo. Y finalmente, tras el asedio de las fuerzas comandas por Páez a la plaza de Puerto Cabello, el penúltimo bastión armado realista en Venezuela capitulará finalmente y abandona la plaza el 8 de noviembre de 1823. Dos días después las enseñas patriotas ondeaban sobre las almenas del castillo de San Felipe.

Restaba, sin embargo, un desconcertante remanente que si bien no ponía en peligro los triunfos alcanzados, representaba un obstinado y multiplicado aguijón para el gobierno republicano, impotente para contenerlo no solo ante el caos, la miseria y desolación dejadas por la guerra, sino también ante el apoyo que la causa realista conservaba en amplias capas de la población. No otra cosa habían hecho los partidarios de esta causa, sobre todo ex soldados, esclavos y manumisos, que agruparse en guerrillas y montoneras para seguir combatiendo o delinquiendo donde más doliera y menos lo esperara su adversario. Contaban con el apoyo de sectores monárquicos pudientes y hasta de clérigos de alta jerarquía que llegaron a calificarlas de Defensoras del Altar y del Trono. Entre ellas destacaban los llamados Güires, pero sobre todo la montonera comandada por José Dionisio Cisneros, de la que poco se habla, pero que representó brasa viva y lacerante de la enrevesada lucha de clases expresada en el sistema de castas de la sociedad colonial. Esta ostensible y aciaga contradicción clasista, aunque pudo encubrirse o mitigarse por poco tiempo tras el triunfo y las celebraciones de Carabobo, siguió ardiendo en las entrañas del cuerpo social venezolano hasta generar, menos de cuatro décadas más tarde, otra guerra civil, la Federal, ahora desprovista del carácter independentista, antimonárquico y anticolonialista de la primera pero igualmente atroz.

Jefe de la montonera integrada por peones y esclavos de las haciendas de los valles del Tuy y regiones vecinas, y él mismo de humilde origen, hijo de mestizo e india, soldado y ex sargento del ejército realista al cual se incorporó en 1820 (dato que acaso representa señal reveladora de su conducta), Cisneros y su guerrilla, renacida una y otra vez tras cada derrota, mantuvo en jaque a hacendados y pobladores de la región central del país y al gobierno republicano hasta mucho después de la muerte del Libertador. Este incluso llegó a indultarlo en 1827 sin lograr que se acogiera a la medida, y solo la astucia y la intrepidez de Páez (que narra el episodio en su autobiografía, auto ponderándose como suele hacer en esas páginas), logra convencerlo un día de noviembre de 1831 para que deponga las armas, se dedica a la agricultura y se integre al ejército, lo cual no impedirá que años después, por otros comportamientos delictivos, el mismo Páez lo sometiera a Consejo de Guerra y fuera condenado y fusilado en 1847.

-II-

No fue la segunda batalla de Carabobo ínfimo laurel ni empresa propiciada por dioses del Olimpo para ser bienaventurada y perfecta. No dio a los humillados más recompensa que una patria, inconformada, balbuceante y extraviada en medio de consternaciones y descarnados antagonismos, pero sorda a los anhelos de justicia de quienes la hicieron posible.

El desilusionado Libertador que en sus últimos días lamentaba que esa Independencia había sido el único bien logrado a costa de todos los demás, sabía que otras batallas de su estirpe y magnitud faltaban por librarse, pero ya no tenía tiempo ni salud ni voluntad para emprenderlas. Más allá de su postrero desengaño, aun teniéndolas, nada, en todo caso, podría haber hecho para comandar sobre nuevas bases la otra gran gesta soñada cuando ni siquiera, mientras estuvo en la cumbre de su poder, pudo lograr abolir la esclavitud.

En los años en que le tocó vivir era casi impensable admitir que erigir una estructura estatal diferente, a semejanza de la inglesa que admiraba por sus instituciones democráticas y su desarrollo, solo habría sido posible, a casi dos siglos de la aniquilación radical del régimen feudal de producción de aquella, mediante la extirpación raigal, a sangre y fuego, de los factores sociales y económicos que la sostenían. Comenzando por los grandes propietarios de la tierra y sus estructuras de poder, incluyendo las religiosas. Y en esa cruenta lucha a muerte los ejecutores de la clase social dirigente, la burguesía, que ya había promovido la llamada revolución industrial, vaciaron la argamasa de sangre y barro de sus víctimas sobre el cadáver del viejo edificio absolutista para sentar las bases del capitalismo.

Trabajo en una plantación venezolana. (Foto: Archivo)

En una sociedad agraria y esclavista como la venezolana de aquel tiempo, y en las hispanoamericanas en general, toda transformación social resultaba ilusoria mientras permaneciera en pie el régimen económico (y cultural) esclavista y semifeudal heredado de su condición colonial. Parafraseando a Carlos Irazábal, si bien la Independencia representó un paso heroico, primario y primordial, después de ella hasta nuestros días siguieron casi incólumes, en gran parte de la América nuestra, los rasgos esenciales característicos del sistema económico de producción y las esencias y particularidades culturales y burocráticas de la colonia. Y estos, unidos a la presencia de los capitales monopólicos, no permitieron sino el funcionamiento del despotismo o el de democracias tuteladas inoperantes que más allá de algunas buenas intenciones y tímidas (y temerosas) medidas progresistas, dejaron casi intactas las bases económicas y la injusticia social en beneficio de rapaces, parásitas e ineptas clases dirigentes.

 Para decirlo en sus palabras,

allí donde han privado las mismas condiciones materiales, modos de producción, relaciones de propiedad y de distribución de la riqueza social iguales a las nuestras, han regido parecidos regímenes políticos, no importa en qué latitudes. No se trata de un problema de trópico o de raza. Es cuestión de la vida material de nuestras sociedades dentro de las cuales se debe tener en cuenta el ambiente geográfico como también la población, su densidad y sobre todo el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y sociales (…).[2]

Estas condiciones materiales en la Venezuela de entonces no pudieron ser modificadas por Bolívar ni por quienes pensaban como él, puesto que los propios dirigentes del estamento al que pertenecía y sus políticos o militares aliados y/o similares, conductores del proceso independentista y republicano, fueron los más interesados en conservarlas.

Y agrega el autor de Hacia la democracia:

Aunque esos señores eran intelectualmente unos discípulos de la Enciclopedia, en lo económico su posición era esclavista. Bolívar, el jefe de la clase iniciadora de la Independencia, se agiganta y se vuelve héroe universal y domina las flaquezas y supera los obstáculos naturales cuando su actuación coincide con los reclamos de la Historia. Pero como no buscaba solo la independencia sino también aquello que llamó un orden útil y permanente, incompatible con aquella realidad histórica, vivió las horas más angustiosas de su dramática existencia cuando veía, sin comprenderlo, el irremisible derrumbamiento de su concepción política que no podía cristalizar porque la revolución que le insufló vida teórica destruyó solamente la hegemonía española (y con ella su economía) pero sin crear otra nueva, acorde con aquella concepción.[3]

La gesta heroica, pues, no había terminado.

Tras las enseñas de Carabobo y enfrentando nuevas (y en el fondo las mismas) fuerzas locales y foráneas de dominación, entre ellas el todopoderoso, artero, cruel, cínico, despreciable y tal vez último imperio sobre el planeta, otros sacrificios, otras lides, otras dificultades y otras heroicidades las siguieron hasta hoy, cuando se lucha todavía para seguir abriendo, esfuerzo tras esfuerzo, las compuertas de la realidad soñada e intentada sin lograrlo por los más lúcidos y sensibles de aquellos libertadores.

Aquella realidad soñada e intentada sigue allí, mucho más plena y justa aunque no inalcanzable porque pensadores sensibles como Simón Rodríguez y actores como el más ilustre de sus discípulos, multiplicados en millones, aún sostienen el fanal que ilumina la turbia, enmarañada y larga travesía en las aguas borrascosas de nuestra historia y la historia de la humanidad.      

REFERENCIAS
1 A raíz de la captura de dos goletas mercantes de los Estados Unidos, la Tigre y la Libertad, que trasladaban armas y pertrechos para las tropas españolas sitiadas en Angostura, Bolívar inicia en julio de 1818 un intercambio epistolar con John Baptista Irvine, enviado por su gobierno para reclamar la devolución de las naves e indemnización por los daños y perjuicios causados alegando la neutralidad de su nación, La cita corresponde a una carta del 7 de octubre para responder al último alegado esgrimido por Irvine. El conjunto del polémico intercambio epistolar merece ser conocido por todo venezolano y latinoamericano que sienta en carne propia las humillaciones imperiales contra su propio país o cualquiera de los del peyorativamente llamado Tercer Mundo. Las cartas pueden leerse en el Archivo del Libertador (www.archivodelliberador.gob.ve) o en nuestra compilación Simón Bolívar, escritos anticolonialistas, Caracas, Ministro de Estado para la Cultura-Consejo Nacional de la Cultura, 2005 (1ª edic).Una hasta ahora última edición (la 8ª?) fue publicada en digital por la Fundación Editorial El perro y la rana, Biblioteca Antiimperialista Oscar Lopez Rivera, Caracas, 2015.
2 Carlos Irazábal, Venezuela esclava y feudal. Episodios de la Historia de Venezuela. Caracas, José Agustín Catalá, Editor, segunda edición, 1974, pp. 85 y sig.
3 Ibid.
AUTOR
Gustavo Pereira
ASOCIADO