La música tradicional venezolana configura una parte esencial de la espiritualidad del país

“Bueno, como acabamos de hablá”

A mediados de la década de los 80 me encontré con Julio Chacín y el grupo musical y de investigación Tradición Venezolana. Con ellos aprendí a valorar las voces colectivas del pueblo que somos. Julio me invitó a participar en la agrupación y me incorporé para interpretar la parte correspondiente al canto llanero. Hasta ese momento, el grupo no le daba suficiente importancia a esta expresión, pues consideraban que la música llanera era una de las más comerciales de nuestra cultura musical. Tradición Venezolana prefería entonces interpretar otros géneros más marginados, pero como eso era el género en que yo militaba desde la creación me aceptaron para andar juntos. Otras y otros, aunque no cantaran ni tocaran instrumento alguno, integrados por el afecto y la idea también formaban parte de la agrupación.

En un tiempo en que el capitalismo ya imponía su alienación cultural hasta el punto de hacernos avergonzar de lo que somos, la ejecución y difusión de nuestra música ancestral era, y todavía lo es, revolucionario. Comprendíamos que eso que llaman “folklore” también se aliena y que, por tanto, en la tradición conseguimos virtudes y miserias, pero aún así pensamos y asumimos que cantarnos desde las raíces fortalecía la sensibilidad y la idea por una sociedad definitivamente justa, para que el canto fuese reflejo de ella y así, sin esa garrapata en el pescuezo, fuese sencillamente baile, cortejo, relato, canto de pájaro o rebuzno de burro.

Hacíamos vida en la Universidad de Carabobo, en Mariara y en cualquier parte del país hacia donde pudiéramos movernos a compartir con los actores genuinos de alguna expresión cultural.

A la universidad, por iniciativa de Ramón Mendoza y Julio Chacín, llevamos el galerón oriental, a Juan Esteban García y su bandola de Guaribe, a Los Hermanos Camacaro, de los campos larenses de Guarico, y sus golpes de tamunangue; llevamos a Rafael Martínez Arteaga, “El Cazador Novato”, a Nelson Morales y al maestro arpista Rafael Infante. Diversos golpes de tambor y tantos otros ritmos de nuestra cultura nacional. Nos movía la necesidad de acercar la universidad al pueblo, de donde provenían la mayoría de sus estudiantes, pero a quienes la arrogancia académica iba apartando de sus orígenes.

El Cazador Novato, exponente de la música popular venezolana. (Foto: Archivo / YVKE Mundial)

Sería el año 1993 cuando esta misma universidad abrió una maestría en Cultura Popular. Algo inédito en el país. Julio aún no terminaba la carrera y nos sugirió a Juan Pablo Rodríguez y a mí que nos inscribiéramos. Así lo hicimos. Luego del primer semestre en aquella maestría, manifesté la intención de retirarme al considerar que no llenaba las expectativas. “Vamos a quedarnos, cámara, que esta jodedera está mantequilla”, me dijo Juan Pablo. Continuamos, y al final Juan decidió hacer la tesis de grado sobre el conuco y yo un trabajo titulado Estudio de la poesía popular llanera a partir de las canciones de Reynaldo Armas y Dámaso Figueredo.

Allí, a partir de la letra de una selección de canciones de ambos autores, se identificaron los recursos literarios empleados, los léxicos y la temática para una caracterización de la poesía popular llanera, el propósito fundamental del trabajo.

Sin embargo, aunque no era el objetivo planteado, en el fondo lo que siempre quise fue exaltar o reivindicar el arte campesino y deslastrarlo de tantos prejuicios y equivocaciones que se han asumido respecto a este, bien sea por ignorancia, racismo, arrogancia o por las tres dolencias. Necesitaba, para este propósito, no solo determinar los elementos estéticos característicos en la poética del canto llanero, sino también, entre estos, los más auténticos. A partir de allí, con intensa avidez, me dediqué a buscar esos elementos también en otros cantores llaneros que a mi juicio reunían esas condiciones.

Rafael Martínez Arteaga (El Cazador Novato), Ángel Custodio Loyola, Nelson Morales, José Romero Bello, Antonia Volcán, Juan de los Santos Contreras (El Carrao de Palmarito), Joseíto Herrera, Francisco Montoya, Jesús Moreno, Pedro Rodríguez, Ángel Ávila… En ese entonces, para nombrar tres, no habían salido a la palestra pública mediante sus grabaciones cantores como Jorge Guerrero, José Humberto Castillo y Elisa Guerrero. Los dos primeros con significativas contribuciones en el lenguaje, y esta en la interpretación.

Más tarde, por iniciativa del maestro arpista Lelys Requena y del profesor Hamurabí Díaz, al fin pudimos conseguir que grabaran por primera vez algunas de sus canciones El Negro Blanca (El Negro e Palo) y Nerys Jaramillo (El Caimán Careto), extraordinarios poetas campesinos, una de cuyas características o peculiaridades es preciso resaltar porque recoge buena parte del espíritu de estas páginas. Ambos son poetas ágrafos. Autores de canciones cuyo soporte primero y durante muchos años fue su propia memoria. Como no sabían escribir sus composiciones, las memorizaban. Tuvimos el honor de asistir al momento en que fueron grabados por primera vez esos poemas. Creaciones que, sin esa iniciativa, hubieran desaparecido junto con su autor al cambiar de paisaje.

Tampoco había conocido a Julián Camacho, uno de los últimos improvisadores de bandola en Guaribe que cantaron con Juan Esteban García. Un improvisador de bandola es un cantor que, mientras el bandolista ejecuta un golpe o melodía de su elección, va improvisando “encima” de esta.

El barinés Anselmo López, denominado el “Rey de la Bandola” por su virtuoso manejo del instrumento. (Foto: Archivo)

Otras voces conocidas en el estilo quedan porai que no nombro, pero estas que he señalado las considero las más representativas; igual, seguramente, luego aparecerá otra en la memoria y me arrepentiré de no haberla incluido aquí. En cuanto a los desconocidos por mí, muchos han de ser, tomando en cuenta que este análisis se ha realizado con autores que ya tenían grabaciones. Un trabajo más riguroso y maravilloso sería sabanear e ir al encuentro de cuanto cantador silvestre haya por esos montes, lo cual implicaría un esfuerzo mayor. Sin embargo, mediante estas muestras de dominio público se pueden cumplir los objetivos y además permite que cada cual, por sí mismo, pueda ir a las fuentes. Que aún existan vestigios del canto cimarrón en Venezuela no lo dudo, pero me atrevo a asegurar que en menor proporción, considerando la irradiación hegemónica de los medios de comunicación, que han influido para el distanciamiento de muchos cultores del desarrollo original de la expresión cultural. En el caso llanero, en la mayoría de los casos, terminan asumiendo las formas de aquellos más difundidos.

¿Qué cantaron y cómo cantaron los ancestros y precursores de este canto? Figúrense ustedes la cantidad de cantadores y músicos sabaneros desconocidos por nosotros que influenciaron a aquellos cantores, incluyendo al propio Dámaso Figueredo.

Es importante destacar que, ajenos al canto llanero, conseguimos en el país otros creadores y exponentes que también califican por la autenticidad en sus géneros correspondientes, entre ellos Don Pío Alvarado, en Lara, y Víctor Hermoso, en Aragua. Olimpiades Pulgar y Chevoche en el Zulia. Guillermina Ramírez, María Rodríguez, José Julián Villafranca, Luis Mariano Rivera, Andrés Rodríguez (El Gallo de Quiriquire), José Farías (Anjá, mi maestro, anjá) y Chelías Villarroel en oriente. Fuera de Venezuela y en otros géneros, me vienen a la memoria y me atrevo a señalar a Chuíto, el de Bayamón, y, en un ámbito más comercial, Ismael Rivera, en Puerto Rico, y en el vallenato a Juancho Polo Valencia, en Colombia.

Mención aparte, en el caso llanero, quisiera hacer del poeta Ángel Eduardo Acevedo y un disco (LP) editado en 1980, De Garcita a La Culebra, trabajo interpretado y grabado a plena conciencia. Hombre de una extraordinaria lucidez, no solo en cuanto al lenguaje, sino en la cultura campesina en general. Sin duda, si este trabajo que intento desarrollar lo hubiera hecho Ángel Eduardo Acevedo, mayor profundidad habría alcanzado. Es la persona con mayores y sustentados conocimientos en esta materia que he conocido. “Aquí ando, chico, estudiando las obras completas de Dámaso Figueredo”, me dijo una vez. Ya había precisado a Dámaso como el más auténtico de este canto.

Siendo El Poeta Acevedo de origen campesino, específicamente de Garcita, caserío del estado Guárico, y además protagonista y testigo de este canto en su esencia, era además licenciado en Letras y profesor universitario en la ULA (Universidad de Los Andes). A la par, sin duda, de sus reflexiones particulares, de sus vivencias, de las conversas sostenidas acordes con su percepción y concepción del mundo (la academia por sí sola no genera un pensamiento propio) dichos estudios contribuyeron a fundamentar e interpretar con argumentos más sólidos sus propios orígenes, sobre todo en lo relativo al lenguaje. Lo ayudaron además a entender, en su exacta dimensión, la naturaleza y dinámica del idioma para asumir y contribuir a exaltar el dialecto campesino, tanto el propio como otros diferentes a su entorno natal y de crianza.

Tuve la suerte de experimentar algo relacionado con esa doble tributación o doble fuente de la que se nutrió el poeta Acevedo. En la Universidad de Carabobo, donde estudié Educación en la mención de Lengua y literatura, tuve que leer a Don Quijote de la Mancha. Maravillado, encontré el lenguaje de mi abuela en aquellas páginas: Europa y mi terruño reencontrándose más allá de los divorcios o desencuentros de la historia.

Desde joven me molestaba cuando los “estudiaos” corregían la manera de hablar del campesino. No tenía argumentos para rebatir aquello, solo se me ocurría consultar el diccionario. Una vez, en una unidad de transporte público, una señora campesina le dijo al conductor: “Yo me apeo en la esquina”. Después que se bajó, los demás que iban en el carro se empezaron a burlar. Al llegar a la casa, busqué apear en el diccionario:

Apear. Del lat. *appedāre, der. de pes, pedis ‘pie’. 1. tr. Desmontar o bajar a alguien de una caballería, de un carruaje o de un automóvil.

A medida que fui encontrando a los conocidos que andaban en esa buseta les fui informando que los ignorantes eran ellos.

Algo más curioso o más grave viene contenido en la siguiente anécdota. Como profesor en la universidad Simón Rodríguez, en la cátedra Cultura Popular y Folklore, estilaba, luego de las lecturas y explicaciones correspondientes, realizar unas pruebas objetivas. En una de ellas, para evaluar un tópico relacionado con Dialectología, con frecuencia sucedía lo siguiente: en la parte de selección “Verdadero o Falso” a la pregunta: “¿En los caseríos campesinos se encuentran abundantes formas del castellano antiguo?”, la mayoría de los estudiantes acertaban marcando la opción “Verdadero”. Pero ante esta otra: “Los campesinos hablan mal”, también en su mayoría señalaban “Verdadero. Una verdadera tragedia, tomando en cuenta que la mayoría de los estudiantes eran de origen campesino. Ocurrió en el núcleo de Valle de La Pascua, estado Guárico, y allí concurrían estudiantes tanto de La Pascua como de los pueblos y caseríos circunvecinos.

El poeta Acevedo, referente de las letras venezolanas. (Foto: Archivo / YouTube)

En fin, como supondrán, aun reconociendo y disfrutando la calidad de los demás intérpretes, detecté en la obra y en las condiciones de Dámaso Figueredo, en lo genuino de su verbo, claves para establecer su autenticidad como expresión del canto llanero. En este caso, en cuanto al lenguaje (léxicos y recursos poéticos) y lo temático. En los temas, la vida junto al paisaje y en ella la historia, el trabajo y la sobrevivencia, la ética, los valores, costumbres, creencias y filosofía de una clase social. De esa vida, la palabra y la poesía. Expuesta a puro cuerpo, “a calzón quitao” sin eufemismos, ocultamientos ni rebusques.

“Me gusta escuchar el trueno, aunque me deje aturdío”

Porque la vida también es canto. Mucho antes de que sonara la música en el instrumento y en la voz en las iglesias —asunto que señalo ante la chocante tendencia de ciertos historiadores de ubicar los orígenes de la música en los templos, a partir de monjes y personalidades—, la música ya palpitaba realenga y mansa en los caminos y en la aldea. Afirmación para lo cual no necesito referencia bibliográfica alguna ni la licencia de ningún investigador, puesto que el sentido común basta para sostener tamaña verdad, de la misma forma que nadie sería tan limitado para considerar que la química, la medicina, la arquitectura y la ingeniería se originaron en las universidades o peor aún, que la inteligencia sea producto de la lecto-escritura.

No me atrevería a decir categóricamente que la música forma parte de la naturaleza de la especie, pero sí que forma parte de nuestra cultura. La música es un hecho cultural, aunque habrá quien considere música al trino de los pájaros, el ronquío del araguato o el chinchín de la llovizna. Eso lo determina la percepción de quien escucha o siente su vibración en el silencio, o la melodía tarareada en la mente. ¿Por qué unos sonidos se hacen agradables y se convierten en música? Un llanero de campo dormiría apaciblemente cerca de un corral de vacas arrullado por el bramío, pero lo más seguro es que un citadino no. Influye la costumbre entonces. Implica que el gusto se adquiere por condicionamiento, circunstancia innegable de la naturaleza humana. Las buenas y las malas costumbres se adquieren por condicionamiento. Conocer y aplicar esto ha dado excelentes resultados, aunque en el mayor de los casos, desafortunadamente, para desgracia de los pueblos. Reto a cualquiera a que asegure que su gusto musical fue de su libre elección.

Como la música es un aspecto inherente a la cultura, todos los pueblos del mundo desde los tiempos más remotos, cantan y bailan. Nadie o casi nadie, desde aquella vez hasta hoy, decide qué canta ni qué baila. Desde el más salvaje hasta el más civilizado (categorías que señalo no desde las definiciones del diccionario, donde, desde luego, encontrará la valoración o supremacía de lo “civilizado”). El civilizado será considerado más “culto”, más “educado” que el salvaje. Situación que, como explicaré más adelante, aun obviando la condición social, es absurda.

Baile de joropo oriental en un espacio cultural de Caracas, Venezuela. (Foto: Alba Ciudad)

Definamos aquí, para no entrar en tantos detalles, que salvaje es quien está más cerca de la naturaleza y civilizado quien está más lejos de ella. Por ejemplo, al habitante del barrio de la ciudad esa visión lo encuadraría como civilizado, pero en realidad la cultura o percepción dominante lo cataloga también como marginal: a las personas de esa periferia se les considera bárbaras. El lenguaje les otorga o concede un espacio en el proceso civilizatorio, pero cierto impulso, acaso racista y de clase, les endosa también cualidades cercanas a la barbarie.

Estos temas tienen mucha relatividad debido al carácter de clase con que se abordan. En sentido estricto, pero eso no es lo que nos ocupa fundamentalmente, el civilizado en el entorno del salvaje será un pendejo y el salvaje en el del civilizado, también. En síntesis, cada cual asumirá la música de su entorno por condicionamiento, por imposición del medio. El canto y la música salvaje tendrá más consistencia afectiva y menos influencia externa, porque se aprendió de generación en generación. Se ha mantenido más invariable a través del tiempo. No te gustó por influencia de ningún medio de comunicación de masas, sino por la vivencia con ella. En fin, contiene todas las características que usted pudiera establecer para definir una expresión musical en particular como parte del folklore, la cultura nacional o patrimonio cultural: es la identidad nacional donde el criterio político es el más determinante en su conceptualización, puesto que tiene que ver con los elementos que sustentan nuestra espiritualidad.

El presidente Hugo Chávez cantando acompañado de exponentes de la música llanera. (Foto: Prensa Presidencial)

Esa canción salvaje, ancestral, primitiva, tendrá un hilo que la conectará con su origen donde unos estarán más cercanos y otros más lejos. En base a ello sostengo que, en la música llanera venezolana, la canción de Dámaso Figueredo es la más originaria y como tal conforma una estética propia en su género. Esto no lo puede obviar ningún estudio serio y objetivo que pretenda, desde la esencia, determinar lo genuino en cualquier canto del repertorio musical de la humanidad.

Vamos a hablar ahora de algunos tópicos o conceptos de uso común en torno a los cuales se han cernido algunas trampas que han contribuido al uso de los mismos equivocadamente, para el denigro social de unos o la exaltación de otros, sin ningún fundamento verdadero. Elementos que están interrelacionados dialécticamente, pues son interdependientes como un sistema. No será fácil desglosar esas categorías por separado.

En la próxima entrega vamos a hablar de agricultura, lo cual, aunque usted no lo crea tiene tiene mucho que ver con esto.

AUTOR
Gino González
ASOCIADO