Comunidad de indígenas waraos en el delta del Orinoco

La realidad sepultada y renacida (I)

                                                     No sé lo que entiende por civilización el que habla de

                                                                       pueblos civilizados.

                                                                                                                      Simón Rodríguez

-I-

En las páginas de su libro El Orinoco Ilustrado (Madrid, 1741), cuyo título completo, El Orinoco ilustrado y defendido: historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes puede darnos una idea de su contenido, se preguntaba el misionero jesuita Joseph Gumilla, refiriéndose a las naciones indígenas que habitaban los llanos de los ríos Casanare, Meta y las márgenes del Orinoco:

¿Quién conocerá, quién entenderá el genio de estas gentes? ¿Tan rudas y agrestes para todo, menos para su negocio; tan ágiles para el mal, y tan pesadas y perezosas para el bien? ¿Tan inconstantes para su salud eterna, y tan firmes y constantes para su perdición? ¿Es preciso creer que el demonio, rabioso porque se le escapan aquellas almas, las instiga, persigue y engaña?[1]

Gumilla había formado parte del pequeño contingente de misioneros destinados por la Compañía de Jesús al Nuevo Reino de Granada en 1705. Era por entonces un joven curioso y activo de veinte años cuando a poco de haber llegado a Bogotá decide emprender estudios de Teología y Filosofía en la Universidad Javeriana.

Ordenado sacerdote en 1714, y tras haber desempeñado responsabilidades docentes en el Nuevo Reino, no será sino a partir de 1716 cuando inicia su labor evangelizadora y científica en los territorios que bordean las cuencas del Orinoco y del Apure.

-II-

No era, por tanto, improvisado predicador ni obsesivo y compulsivo religioso aquel que se formulaba las anteriores interrogantes, sino un estudioso y avezado naturalista y etnólogo dispuesto a conocer en sus entrañas el apartado mundo al que dedicará sus esfuerzos durante más de treinta años. Sus investigaciones y descripciones, escudriñando y catalogando flora y fauna del inmenso territorio y estudiando idiomas e idiosincrasia de sus habitantes, las expone en la obra que le deparará el respeto de sus contemporáneos, aunque paralelamente, y esto suele olvidarse, conformaba un proyecto colonizador de extraños componentes. Extraños por ser contradictorio con los juicios que consigna sobre aquellos indígenas entre quienes vivió en soledad hasta su muerte en 1750.

Ya lo sabemos: en el interior de cada ser humano otro universo de antagonismos libra sus propias contiendas. Y pocas veces se plantea que todo afán de superioridad y hegemonía sobre el otro deviene de una zona primitiva de su cerebro que lo impulsa y determina. El proyecto de Gumilla se correspondía con el desiderátum de una concepción del mundo y de la vida que halló en Europa y desde luego en la España de la Contrarreforma, poderoso sostén. Y en las páginas de su libro, precedentes a la que hemos citado, precisaba su autor con mayor contundencia la tajante conclusión de sus impresiones:

El indio bárbaro, y silvestre, es un monstruo nunca visto, que tiene cabeza de ignorancia, corazón de ingratitud, pecho de inconstancia, espaldas de pereza, pies de miedo; su vientre para beber, y su inclinación a embriagarse, son dos abismos sin fin (…) Y qué diré de su pereza nativa, hija de la suma ociosidad, con que viven allá en sus bosques? Todo el cultivo del campo, y tareas de la casa, recarga sobre sus pobres mujeres: en flechando el marido dos, o tres peces, o algún animal del monte, ya cumplió con sus obligaciones y después de beber chicha (es su cerveza) hasta no poder más, duerme a todo su gusto. Y agrega esta otra observación reveladora: (…) Cuando se halla de nuevo alguna nación algo dada al cultivo de los campos (como lo es la Sáliva y la Achagua) se reputa por una gran fortuna, y se da ya aquella gente por nuestra; y la razón es, porque en cuanto han sembrado, y entablado ya su labor, tal cual le cobran amor, se están quietos, y hay tiempo para adoctrinarlos[2].

Sobre el resto de las adjudicaciones con las que el sacerdote jesuita caracteriza en las páginas siguientes a las naciones indígenas es innecesario abundar. No resultan empero tan extrañas, excepto porque el hecho de haber compartido con ellas largos años podría ser razón fundada para esperar que hubiese al menos penetrado, y desde luego comprendido, aquella realidad tan distante de la suya, europea, que heredó y vivió.

Edición original del “Orinoco ilustrado” de Gumilla. (Foto: Twitter)

Más allá de estas consideraciones, es preciso señalar que la obra de Gumilla mereció ser ponderada con justicia por sus aportes a las ciencias naturales —Humboldt y Bonpland se servirán de ella para sus expediciones— aunque podríamos considerarla también paradigmática por motivos muy distintos.

-III-

Los párrafos que hemos citado resumen apenas uno de los componentes de la voluntad hegemónica de un modelo de sociedad estratificada ante otro que le es extraño, desconocido, diferente o considera inferior: su desvalorización. El mismo ha sido utilizado en primacía, a lo largo de la historia, por el etnocentrismo, sobre todo cuando esas diferencias, entre ellas las étnicas —manifiestas a primera vista y reflejadas en rasgos del semblante o el color de la piel— representan ostensible o veladamente un primer elemento de rechazo. Y si bien tales expresiones supremacistas no son exclusivas de ningún continente, país ni organización social, es indudable que en cada uno adquirieron singularidades derivadas de múltiples factores.

El prontuario de deformaciones, infundios y prejuicios que sobre los indígenas americanos se difundió a lo largo del proceso colonizador y se extendió con sus variantes endógenas hasta hoy, tuvo su origen en las propias páginas del diario de a bordo de Colón de 1492, pocos días después de tropezarse, sin saberlo, con las islas de un continente hasta entonces desconocido para los europeos. En efecto, entre los párrafos del diario donde anota, junto a deslumbradas descripciones y observaciones de cuanto sus ojos perciben mientras recorre las islas, sus impresiones sobre las gentes que las habitaban, se cuela este apunte del 12 de noviembre para referirse a las de Las Bahamas y Cuba, el cual podría ser considerado como la primera declaración del colonialismo en el Continente:

(…) Así que deben Vuestras Altezas determinarse a los hacer cristianos, que creo que si comienzan, en poco tiempo acabará de los haber convertido a nuestra Santa Fe multidumbre de pueblos, y cobrando grandes señoríos y riquezas y todos sus pueblos de la España, porque sin duda es en estas tierras grandísimas sumas de oro, que no sin causa dicen estos indios que yo traigo, que hay en estas islas lugares adonde cavan el oro y lo traen al pescuezo, a las orejas y a los brazos y a las piernas, y son manillas muy gruesas, y también ha piedras y ha preciosas y infinitas especería (…)[3].

La conversión comenzará pocos años después con la evangelización, arcabuz ideológico cuya misión capital era desarraigar espiritualmente al indígena avasallado de sus  “bárbaras” costumbres y culturas. No sólo despojarlo de sus concepciones de la vida y sus religiones, sino de cuanto sirviera de orgullo y pertenencia a una forma de existir. En el prefacio al libro de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra (Les dannés de la terre) Jean Paul Sartre refiriéndose a otras pero semejantes realidades colonialistas- al impugnar la violencia ejercida en nombre de la civilización —y ahora de la libertad y la democracia— señalaba que esta se propone no sólo mantener en actitud subordinada o respetuosa al sometido: trata de deshumanizarlo. Por lo cual nada le es ahorrado para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir sus culturas sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio[4].

Los modos y argucias de hacerlo no variaron, en su esencia, con el paso de los siglos, y Sartre recoge una de estas últimas, utilizadas desde antaño cuando las cúpulas del poder colonial y neocolonial vieron en peligro sus mecanismos de dominación: se dedicaron a fabricar élites indígenas: se seleccionaron entre ellos jóvenes a quienes “se les marcó en la frente, con hierro candente” los valores de la cultura occidental, se les llenó la boca “con palabras pastosas que se adherían a los dientes”, y tras una breve estancia en la metrópoli “se les regresaba a su país, falsificados”.

-IV-

Lo que Sartre advertía en relación al colonialismo francés y el libro de Fanon, bien podía aplicarse al español en América, con asideros documentales incontrovertibles y de lejano pédigrée. Unos provenían de larga data, desde comienzos de la guerra de más de siete siglos contra los moros invasores, y ahora, derrotados estos, de influyentes autoridades eclesiásticas o seglares del Reino unificado. Entre ellos resaltan los controversiales escritos del connotado sacerdote Juan Ginés de Sepúlveda, traductor de Aristóteles, teólogo, historiador, filósofo, cronista del emperador Carlos V, preceptor de Felipe II y el más radical entre los legitimadores de la conquista y la justa guerra librada contra los indios, en términos tan contundentes como estos:

Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, o los negros a los blancos[5].

Aplicadas a los países capitalistas abanderados del llamado Mundo Libre, las tesis de Sepúlveda parecieran espantosamente actuales, y, aunque no gozaron ciertamente de unánime apoyo ni siquiera en la propia cúpula de la monarquía española, su libro Tratado de las justas causas de la guerra contra los indios y otras de sus obras desataron en su tiempo candentes polémicas como la que sostuviera con Bartolomé de las Casas[6].

Una pintura que retrata el espíritu de la obra de Sepúlveda. (Foto: Johann Theodor de Bry / Historia y Presente)

Pocas décadas después de la aparición de El Orinoco Ilustrado, otro testimonio ilustrativo, aunque esta vez no referente a los indios sino a los criollos americanos sospechosos de insubordinación, proviene del político sevillano Francisco de Saavedra, quien había ejercido, entre otros importantes cargos en el Reino, el de Intendente de Caracas en 1783 y Ministro de Estado en 1798. En informe presentado al gobierno de Carlos IV, a finales del siglo XVIII, advertía a la Corona que la victoriosa rebelión de los angloamericanos en las colonias de Norteamérica representaban un peligroso ejemplo que podría incidir en la conducta de los hispanoamericanos, por lo cual recomendaba atraer a los hijos de estos

con empleos y distinciones que gocen en España puesto que… la nueva filosofía va haciendo allí muchos más rápidos progresos que en España (el celo de la Religión, que era el freno más poderoso para contenerlos, se entibia por momentos). El trato de los angloamericanos y extranjeros les ha infundido nuevas ideas sobre los derechos de los hombres y los soberanos; y la introducción de los libros franceses, de que allí hay inmensa copia, va haciendo una especie de revolución en su modo de pensar y los leen con una especie de entusiasmo[7].

El propio Gumilla había reconocido en su libro que luego de evangelizados —lo que quería decir también europeizados— los aborígenes renegaban no sólo de su religión, sino de su propia etnia, cultura, lengua y tradiciones: Los mismos indios dicen a gritos que antes habían vivido como brutos.

-V-

En aquel escenario de avasallamientos —religioso, político, cultural— en los que sin embargo una minoría sensible y culta de sacerdotes, cuyo fecundo apostolado hizo posible salvaguardar vidas y legados indígenas invalorables, era improbable que los idiomas de estos alcanzaran, desde aquellas primeras valoraciones y hasta hoy, caracterización distinta a la de toscos dialectos. Sus literaturas, expresadas no como géneros estancos, sino formando parte del lenguaje habitual, salvo cuando se trataba de manifestaciones mágico-religiosas, no tendrían por lo tanto otra relevancia que la atribuida peyorativamente al folklore oral.

En punto a ellas, parece obvio que bajo el arbitrio de quienes apenas lograban descifrar los códigos y giros del lenguaje cotidiano, mal se podía penetrar en valores expresivos simbólicamente tan distintos, ni comprender las profundas significaciones de cuanto en las tradiciones ancestrales pervivía modificadas por el tiempo, ni la razón de determinadas formas de comportamiento, por lo cual no solo los idiomas fueron condenados al desván de lo dialectal: sus costumbres se tacharon de bárbaras; de idolatrías sus religiones; de supersticiones o brujerías sus artes de curar y de cacicatos sus organizaciones comunales. Todo fue condensado en la palabra barbarie, con el infaltable aditamento de salvaje. 

De esta manera las particularidades culturales y conductuales indígenas, al igual que el universo milenario de sus literaturas, cuando lograron permanecer lo fueron precaria y prejuiciosamente, aquellas, como probanzas de su inferioridad; estas, como curiosidades expresivas.

Para la mentalidad colonizadora y etnocentrista tales manifestaciones, puesto que les eran diferentes o incomprensibles o denodadamente primitivas, significaban per se la superioridad intelectual de los civilizados vencedores sobre los irracionales vencidos.

Extrapolemos aquella realidad a la actual y tal vez podamos advertir que una máscara puede ocultar un rostro verdadero, pero no para siempre.    

REFERENCIAS
1 P. Joseph Gumilla, El Orinoco Ilustrado, Historia natural, civil y geográfica de este gran río, Bogotá, Editorial A.B.C., 1955, p. 80.
2 Op. cit., pp. 77-78.
3 c/f. Gustavo Pereira, Historias del Paraíso, Caracas, Fundación Editorial El Perro y la Rana, 2014. Vol. I., p. 46. (3ª edición).
4 Frantz Fanon, Les dannés de la terre., Paris, François Maspero, 1961. Préface de Jean Paul Sartre. Existe una edición castellana publicada por el Fondo de Cultura Económica,  reimpresa varias veces.
5 Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios México, Fondo de Cultura Económica, 1941.
6 La presencia del pensamiento humanista español, aunque minoritaria, jamás dejó de esgrimir su palabra sensible y justiciera. En mis Historias del paraíso, en el título Dos humanismos frente a frente del capítulo II tratamos sobre ello, y en especial sobre la polémica entre Las Casas y Sepúlveda, contenida en la obra Apología, Juan Ginés de Sepúlveda contra fray Bartolomé de las Casas, fray Bartolomé de las Casas contra Ginés de Sepúlveda, Madrid, Editora Nacional, 1975.
7 Citado por Francisco Morales Padrón, México y la independencia de Hispanoamérica en 1781 según un comisionado regio: Francisco de Saavedra, Revista de Indias, 115-118. Madrid, enero-diciembre 1969, pp. 335-358
AUTOR
Gustavo Pereira
ASOCIADO